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Columna
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No lo olvidemos

Góngora la pintó como una "ciega abeja de amargura". Seferis, más directo, dijo que "allí donde la tocas, duele". El caso es que unos y otros, en los últimos tiempos, se empeñan en hacernos recordar, en refrescarnos la memoria a cualquier precio, de manera que sólo el Alzheimer pudiera protegernos. Frente a la obligación de recordar, debería poderse esgrimir el derecho al olvido. Todo tiene su cara y su cruz, su lado bueno y su línea de sombra. Eso sucede con nuestra memoria, tan creativa ella, tan traidora, tan oportuna o tan intempestiva. Las cosas, escribió Valle-Inclán, no son como las vemos, sino como las recordamos. Y recordamos mal, o recordamos demasiado tarde o a destiempo.

El Tribunal administrativo de Toulouse ha condenado a la compañía nacional de ferrocarriles franceses por su participación en el envío de dos hombres judíos al campo de tránsito de Drancy (antesala frecuente de Auschwitz) en 1944. Si a aquellos desdichados que fueron enviados al horror y a la muerte les hubieran contado que, sesenta años más tarde, un tribunal de justicia condenaría a la empresa de ferrocarriles francesa que tan puntual y desinteresadamente les transportaba, ¿les hubiera servido de alivio o lo hubiesen tomado por una broma cruel? La justicia, como todos sabemos, es lenta de reflejos.

También lo son algunos diputados. Casi doscientos europarlamentarios han respaldado una petición promovida por varios representantes españoles a la Comisión y al Consejo Europeos para que condenen el franquismo, aunque recientemente el Consejo de Europa aprobó con amplia mayoría una moción contra el antiguo régimen. Pero se ve que, para algunos eurodiputados, la lucha contra el franquismo es un asunto prioritario. Uno piensa en el éxodo republicano y en los campos franceses de refugiados y, en general, en el papel de Europa en esta historia y acaba con la cara como de Buster Keaton, ya saben, "Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos". Muchos hubieran pagado (y de hecho lo hicieron, con dinero e incluso con la vida) para que desapareciese el régimen de Franco. Lo que resulta absurdo a estas alturas es pagar con dinero público a un eurodiputado para que se entretenga condenando al franquismo. A algunos, además, se les podría refrescar la memoria preguntándoles qué hacían, qué estudiaban o a qué dedicaban el tiempo libre cuando el tirano pasaba los veranos en San Sebastián.

A Mario Onaindia, en cambio, le golpeó, encarceló y condenó a muerte Franco (luego lo haría ETA). Lo recordaron la semana pasada en El laberinto español, uno de esos escasos programas de televisión que a uno le reconcilian con el medio. Jorge Martínez Reverte, su director, reunió a Teo Uriarte (condenado también por el régimen que ahora condenan los eurodiputados) y a Joseba Arregi para hacer entre todos memoria de los años setenta y ochenta en Euskadi, con la disolución de la rama político militar de ETA como argumento básico. Fue una buena lección y un ejercicio de lo que puede ser (de lo que debería ser) hacer memoria. Porque algunos políticos, pese a su juventud, parecen ya seniles, recordando sucesos acaecidos hacen setenta años y olvidando lo que pasó anteayer. Jóvenes desmemoriados a los que convendría no invocar tanto la memoria histórica e imitar a Onaindia, es decir, no dejar de aprender de los propios errores, estudiar sin descanso, reflexionar sin tregua, comprometerse sin desmayo en la lucha por la libertad. "Esta es una batalla por la libertad, no por la paz", decía, y tenía razón, igual que en tantas cosas. Le tenía cogidas las medidas al país: "El lehendakari habla como si fuera un obispo y los obispos hablan como si fueran el lehendakari".

Sabía que el problema del país de los vascos es más cultural que político. Aprendió muchas cosas: por ejemplo, que "el viejo nacionalismo español es exactamente igual que el nacionalismo vasco culturalista o etnicista". Se bebió el pensamiento ilustrado español de los siglos XVIII y XIX y nos pudo regalar el espléndido, imprescindible ensayo titulado La construcción de la nación española. Fue nuestro gran aventurero cuerdo. Un hombre grande y bueno. "La patria", le dijo a José Luis Barbería en este mismo diario, poco antes de morir, "no es el lugar donde se nace, sino donde se es libre". No lo olvidemos.

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