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LÍNEA DE FONDO | Tenis | Roland Garros
Columna
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Brazo de oro

Rafael Nadal se fue a París con dos misiones: revalidar su título de campeón de Roland Garros, su primer grand slam, y ganar el de rey de la tierra batida que ponía en juego el fornido pegador argentino Guillermo Vilas. Ya ha cumplido la segunda.

Con ello alcanzaba, a cinco días de los veinte años, uno de esos asombrosos estados de ánimo en los que el deseo coincide con la realidad. Aunque sin duda pertenece a una estirpe de seres especiales a los que todo el mundo busca una explicación, tiene una naturaleza cuyo tamaño sólo podemos entender por aproximaciones. Sabemos que en la pasión del juego empieza a sudar como un moribundo, pero sospechamos que, en realidad, padece la fiebre del chamán: la exaltación del fósforo frente a la lumbre. Para él, la competición representa una vaga aventura crepuscular cuya lógica pasa, como la sangre, por las muñecas.

Mientras tanto, no debe de saber gran cosa sobre sí mismo. Si acaso, que, como sus maletas y sus sueños, viaja a la velocidad del sonido y que únicamente puede descender de las nubes para reconocer el nombre de la ciudad, el olor del linimento y el tacto de la pista. Hoy por hoy, su patria es un billete de avión.

Bajo su disfraz de bucanero, Rafa reúne el misterio y el encanto de los zurdos. Forma parte de ese restringido grupo de ejemplares de perfil cambiado sin los cuales el deporte sería para nosotros un amigo manco. Gracias a estos tipos que adelantan por la izquierda tenemos un memorial de goles y de golpes que han sido a los campeonatos lo que la excepción es a la regla. Nos revelan la vida al otro lado del espejo, nos reconcilian con la sorpresa y, naturalmente, garantizan la simetría del espectáculo.

Rafa es, además, uno de esos zocatos comprometidos que, a despecho de su musculatura reventona, juegan siempre con el corazón en la mano. Dicen sus primeros biógrafos que de vuelta a casa se comporta como un muchacho sencillo: descifra la mirada de las chicas, sale a pescar a su cala favorita y acude puntualmente a casa de su abuela, que conoce como nadie la poderosa alquimia de los hidratos de carbono. Frecuenta el sol y el arroz con leche.

Pero todo cambia cuando comparece ante el juez de silla. Entonces se entrega a su conocido ritual: repasa la línea de fondo, se ciñe el elástico de los calcetines, fija la empuñadura y se aploma como un centinela.

Desde ese instante sólo habla con los ojos. Corre, se desliza, traza todas las curvas posibles del gancho, se cuelga del aire con sus bíceps y no hace prisioneros. Vuelve a ser El Apache.

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