Anoche volví a soñar con Bódalo
Ignacio García May tiene toda la razón. "Mucha gente dice que en el teatro español no hay tradición y que eso justifica muchos de sus males", escribía en un artículo reciente, y seguía con este párrafo rotundo, casi axiomático: "La tradición es un esfuerzo de voluntad: corresponde a cada uno elegir si desea ser influido por cuanto le precede, lo cual obliga a la humildad y el estudio, o si prefiere hacerse el sueco, como tantos vanguardistas de guardarropía". Poco antes de leer ese artículo yo estaba soltando lagrimones de becerro -no, no quiero degradar el sentimiento: lágrimas puras y duras- ante Bódalo. El gran José Bódalo, resucitado gracias al Canal TV/50. Los amantes de nuestra escena deberían estar atentos a ese canal, porque entre toneladas de material de desecho están recuperando joyas de Estudio 1, de Teatro de siempre, y del programa que me hizo polvo: El actor y sus personajes. Un programa dedicado a Bódalo y a sus trabajos teatrales en televisión. Y menudos trabajos: Tío Vania, Un enemigo del pueblo, Misericordia, La señorita de Trévelez, El concierto de San Ovidio. Fue como volver a ver, literalmente, a mi padre, en una grabación doméstica: te parte el alma verle ahí, vivo, vivo de nuevo, exuberante, y al mismo tiempo irremisiblemente muerto. Cada semana, Canal TV/50 (se puede pillar con ese nuevo trasto llamado TDT) propone un viaje al pasado, es decir, a nuestra tradición. Cada semana, pues, homenajean a un actor o actriz (tras Bódalo, la no menos inmensa Irene Gutiérrez Caba) como pórtico a la nueva entrega de un ciclo. Hasta ahora he pillado un ciclo Ibsen, un ciclo Strindberg y, cuando escribo estas líneas, un ciclo Chéjov. Para mí, un verdadero álbum de familia. Yo tengo, afortunadamente, varias familias. (Hemingway, redondeando el axioma de García May: "El que no es hijo de nadie es hijo de puta"). Mi familia teatral la fundó mi padre biológico, contándome funciones, las funciones que había visto en Madrid -Madrid era entonces, para mí, la calle de todos los teatros, con enormes carteles y bombillas deslumbrantes, y un hormigueo de espectadores y de colas mezclándose- y yo seguí alimentando la genealogía, relacionando nombres y rostros y obras con la ayuda de un mapa del tesoro, El espectador y la crítica, que se vendía, qué tiempos, en los quioscos de las Ramblas, editado por aquel maravilloso loco vallisoletano llamado Francisco Álvaro (desde aquí, mi eterna gratitud), cada año un tomo de un color distinto, desmenuzando la temporada teatral, todos los estrenos, los repartos, las giras por provincias, y las reseñas, en formato de reinventada tertulia, de los críticos del momento. Luego, aquellos cromos comenzaron a moverse: Irene Gutiérrez Caba en La hora de la fantasía, Bódalo en El rey se muere, mis primeras funciones de la mano de papá; mis primeros, por así decirlo, pantalones largos, en el Talía, en el Romea. Y, sobre todo, en televisión, cada semana. La familia iba creciendo: Fernando Delgado, Luisa Sala, Ana María Vidal y Vicente Haro, Pablo Sanz, José María Prada, tantos y tantos, y aquel primo tunante y zumbón que bailoteaba en Escala en Hi-fi y luego en todas las comedias de Jardiel, aquella garantía de alegría instantánea que era y es, incombustible, Luis Varela, de nuevo glorioso en Cámara Café tras el zambombazo (gracias, Álex) de Crimen Ferpecto. Hablaría durante horas de mi familia teatral por una razón muy sencilla: yo crecí con ellos, yo aprendí con ellos. Y he ido a buscar la huella de los que no conocí, como cuando me presenté en la casa del olvidadísimo Juan Germán Schroeder, aquel apartamento frente al mar que era casi un exilio tunecino, con una foto en la mano, la foto de una muchacha que parecía escapada de Adieu Philipine, mi tía tan lejana y desconocida, fulgurante con su sonrisa decapitada y su peinado nouvelle vague, Mercedes de la Aldea, que en pleno arrebato adolescente, y de la mano de Juan Germán desbrozó el Griego para que volviera a ser teatro. Tantas historias, tantos rastros por seguir. Familia, tradición, genealogía: todavía me pasmo (y eso que mis músculos faciales están acostumbradísimos) cada vez que un joven director me dice: "¿Quién es ese tal Víctor García al que mencionabas el otro día?", y sé que tras hablarle de él no correrá a seguir su rastro, a investigar, con "humildad y estudio", o con simple pero ávida curiosidad (Madame de Merteuil: "On acquiert rarement les qualitès dont on peut se passer") o cuando, de Víctor a Víctor, un escenógrafo "moderno" enarca las cejas ante la mención de Vitín Cortezo y no pregunta, no indaga, sigue hablando de lo suyo. Demasiadas veces "lo suyo" quiere decir: "No le debo nada a nadie, no había nadie ni nada antes de mi glorioso advenimiento". (Como mucho, casi siempre, cuatro montajes mal digeridos en cuatro festivales internacionales). Y para pasmo, el colectivo rostro de mis alumnos americanos cuando les cuento que en plenísimo franquismo hubo unos señores llamados Luis Escobar, José Tamayo y Cayetano Luca de Tena que reinventaron la figura del director de escena, y que tampoco nacieron de la nada, porque sus padres, a su vez, excavando en la grieta, venían de la República y se llamaban Rivas Cherif, Manuel González, Martínez Sierra, una generación olvidada a golpe de decreto y tentetieso, como se olvidaría la suya y la de sus hijos, con José Luis Alonso a la cabeza, en los días de la transición. Por eso volví a soñar la otra noche con Bódalo, mi padre adoptado, y se me llevaron los demonios hará un par de años cuando Pérez de la Fuente programó en la sala de la Princesa un ciclo de actores y allí estaba Carme Conesa (mis respetos) pero no Agustín González ni Alexandre ni María Asquerino. Todo se borra, todo se difumina, víctima del tiempo o de la mala voluntad, o de un fatal combinado de ambas cosas: un trago amargo, españolísimo, ante el que sólo cabe (gracias, García May) la voluntad del conocimiento, de la deuda, de la búsqueda; todo eso que sólo los muy zotes pueden confundir con una reblandecida nostalgia.
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