_
_
_
_
_
Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

¿Y tú de quién eres?

Nuestro concepto de clasificación insiste en la dicotomía. Hemisferio norte y hemisferio sur, rubias y morenas: bipartición. Igual que a Terencio, rizando el rizo de la prosopopeya, nada de lo humano es ajeno a la Feria de Córdoba, que genera su propio listado de versus: días laborables frente al fin de semana -y su visita de La Gente de Los Pueblos-, adeptos al flamenquín contra el perrito de salchichas Crismona... Caseta tradicional o discocaseta. La dualidad mayor trae de cabeza a las altas esferas: por una parte, la caseta de toda la vida, con sus sevillanas de fondo, su familia, ese niño aplacando el llanto con pinchos morunos o de tortilla, esas tres generaciones de mujeres cordobesas con flor y melena azabache; y, por otra, la discocaseta, éxito latino y/o bacalaero de turno, con sus gorilas en la puerta, sus calimochos, su sudor, sus decibelios. La comisión de Feria, compuesta por representantes del Ayuntamiento, la Federación de Peñas y la Asociación de Vecinos Al-Zahara, ha debido lidiar no sólo con la tensión entre huevo y castaña, sino con la indignación de la Asociación de Casetas Tradicionales, trece colectivos que reivindican una celebración casi extinguida de guitarra flamenca y tapita.

Ir a la Feria andando permite contemplar los primeros puestos e interactuar con las primeras polillas. La portada es, como todo en Córdoba cuando nos ponemos chulos, desproporcionada, y las atracciones no presentan novedades destacables: mismas ranitas y sucedáneos, mismos gritos cuando una cabina gira y mismos rostros, pero ya sin padres con el alma en vilo. Hugh Hefner moriría de felicidad en El Arenal al comprobar que el logo de su imperio es el hit por el que muchos renuncian a un cacharro -o cacharrito- e inauguran la moda que nos torturará en verano. La hipoteca de los padres, tómbola mediante, opta -sin embargo- por una micromoto. Estilistas, venid: madres con faralaes a juego del de las hijas, señoras con improvisados atuendos filoflamencos -falda de lunares y toquilla cual mantón- y, de nuevo dualidad, jóvenes con sombreros gavilanes, barrigas al aire, rabillos de más. ¿No querían tres culturas? Aquí las tienen, y al cuadrado.

Avanzamos hacia las casetas por la Calle de Enmedio, buscando el combate entre Los Romeros de La Puebla y El Koala. La primera canción que identificamos -con milagrosa nitidez- es Baila mi ritmo, clásico que es a la pachanga lo que La Marsellesa al deporte. El gazpacho musical aumenta conforme avanzamos: de Lorna a unas sevillanas para sentirte peonza, al último éxito del Arrebato, a Xuxa, que permite que la familia que se descoyunta unida, juntita permanezca. ¿Y tú de quién eres? ¿Tradicional o de tuntumpá? La Feria de Córdoba, moderna como ella sola, tolera la ambigüedad: algunos adoptan la esquizofrenia como guía atmosférica, oscilando entre los éxitos de veranos pretéritos y las sevillanas de más rabiosa actualidad. Sincretismo.

Enmedio arriba, Enmedio abajo, tipos con amplia espalda -y escasa apariencia de peñistas o cofrades- custodian algunas casetas. Me enfado como se enfadan quienes pagan el pato y diez euros por una ración de calamares. La Feria de Córdoba es abierta, desde luego, y en pocos festejos el visitante se encontrará más cómodo, pero hablar con algunos adolescentes es llorar. Algunas casetas no les dejan pasar juzgando su ropa -¿qué cantarían El Canto del Loco por la Calle Guadalquivir?-, aduciendo un falso lleno -su presupuesto es limitado, consumen poco y no conviene que ocupen sitio- o primando incluso, de la manera más repugnante, como si de una discoteca poligonera se tratase, a chicas frente a chicos. Representan una minoría absoluta, sí, pero afectan a la imagen de nuestra Feria y deben castigarse.

En busca de la caseta perdida: o, al menos, de una que combine buenos precios y música aceptable. Paseamos, escuchamos, nos decidimos: entramos. Nos ponemos en cola para comprar un ticket y beber algo: en Córdoba el tiempo se mide por cinco minutos. Nos cansamos en un rato y reanudamos nuestro periplo. Tras bailoteos varios en casetas varias, comprobamos que el reloj del móvil marca poco más de las tres y diez de la madrugada. El pelo reciclado en estropajo, la garganta revestida de albero, las lentillas tapizadas de amarillo, los mocos que ya surgen del color de la tierra: hora de volver a casa. El taxi implica una hora más en El Arenal; subimos al autobús. Y la espera mientras se llena regala la imagen más certera no sólo de esta fiesta, sino de la ciudad que la acoge: con el autobús vacío, con los asientos ocupados pero espacio para que diez o quince personas más viajen de pie y sin agobios, debemos esperar cinco minutos sin que nadie se monte -treinta personas inmóviles, de brazos cruzados, en el exterior- porque todos quieren ir sentados. El conductor arranca, harto. Así es Córdoba: cómoda e indolente. Pero también, y lo demuestra en El Arenal año tras año, alegre, acogedora, empeñada en la división para alcanzar, en el fondo, un mismo objetivo: disfrutar.

Elena Medel es autora de Mi primer bikini, Premio Andalucía Joven, 200.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_