Se acabó una larga impunidad
El deporte español se ha ganado en los últimos años fama de tolerante con el dopaje. Su retraso en la adopción de medidas penales ha alimentado un mundo de oportunistas que pretenden pasar por sabios científicos. En pocos países ha adquirido tanto poder la figura del médico gurú, capaz de imponer sus sospechosos criterios en medio de un secretismo intolerable. Amparados por el éxito de algunos de sus protegidos, se extendió una raza de supuestos innovadores en las técnicas de la preparación deportiva.
Siempre hubo sospechas de esta gente. Al fin y al cabo, reproducían un modelo muy conocido en otros países, como la antigua RDA o Italia, donde el prestigio de algunosmédicos estaba directamente relacionado con el éxito de sus patrocinados. Ellos, como algunos de sus colegas españoles, se sentían impunes en un mundo donde contaban con todas las ventajas: utilizaban sustancias indetectables en los controles antidopaje, se servían de su inmenso poder para no dar cuentas a nadie, se enriquecían porque disponían de la llave del éxito y nunca se sentían perseguidos. En las raras ocasiones donde se les iba la mano con la pócima, la responsabilidad caía sobre los deportistas, que pagaban con sanciones su connivencia con los nuevos brujos de la tribu. No había castigos penales para una gente que campaba a sus anchas por un territorio dramático. En nombre del éxito y del dinero, aprovechaban su poderosa posición para convertir a los deportistas en conejillos de indias. En algunas especialidades, como en el ciclismo, valía todo. Y todos tragaban: directores de equipo, patronos comerciales y corredores.
El ciclismo no es el único ámbito para la nausea del dopaje, pero sí se trata del territorio que más ha abonado las prácticas ilegales, el abuso y la hipocresía. Se llegó a un punto donde los ciclistas se sentían parias sociales si no estaban dirigidos por algún gurú. Lo elegante era acudir a las clínicas de los más famosos, de los magos que convertían a un buen corredor, o a un buen atleta, en una máquina futurista. Todo eso se disfrazaba después con una terminología pretendidamente científica que encerraba en la mayoría de las ocasiones una sola realidad: dopaje y trampa. Lo normal era mirar hacia otro lado. El ciclismo se transformó en un sucedáneo. Los corredores se medían en la ruta, pero la verdadera carrera se dirimía en los laboratorios de estos aspirantes a Mabuses.
La fama de España como país tolerante con el dopaje se ha debido a su resistencia a imitar a Italia y Francia en la persecución del dopaje. Desde hace años, los deportistas que consumen sustancias prohibidas y los inductores al dopaje están sometidos al rigor del código penal. Se sucedieron los escándalos en Francia y en Italia, con casos que abrieron una crisis abismal en el ciclismo. Pero la crisis tuvo dos efectos muy saludables. Se derrumbó el prestigio de los grandes gurús y se generó un clima disuasorio para futuros ventajistas de laboratorio.
Sólo en España se ha mantenido una rara tolerancia con una gente que mantenía intacto su poder. Peor aún, encontró la colaboración para afincarse en otros deportes, donde recibían tratamiento de estrellas y muchas veces ganaban más dinero que las figuras. En España no había leyes penales contra el dopaje, a pesar de todas las lacras que producía esa parálisis: desvirtuaba la competición, la dejaba en manos de oportunistas y se generaba una dinámica perversa que privilegiaba al tramposo sobre el honrado. Y detrás, un inmenso negocio que recordaba prácticas mafiosas, donde unos pocos conocían secretos inconfensables que les enriquecía y les daba una extraña autoridad social.
La redada de ayer tiene una explicación novedosa. La nueva ley contra el dopaje iguala, o acerca, al deporte español con el francés y el italiano en el combate contra el fraude. La presunción de inocencia es obligatoria en este caso como en cualquier otra causa penal, pero se trata de la primera vez que destacados gurús o directores deportivos sienten que el deporte no es un territorio impune. Por triste que parezca, es una buena noticia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.