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Columna
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Voces del taxi

El amigo famoso que exigió a una empresa que lo invitaba a su sede que ordenara al taxista que le enviaban que no le hablara, renunciaba a una de las mejores fuentes para contrastar la realidad madrileña entre las que uno pueda encontrarse.

Y no porque los taxistas sean un oráculo, que a veces lo son, o porque en la conversación con ellos no se den las mismas deformaciones de la realidad que en los periódicos, en el Congreso de los Diputados o en el mundo de las finanzas. Sino, más bien, por la pluralidad de voces con que uno se encuentra ahora en los taxis de Madrid, frente a la voz tradicional que era antes mayoritaria y que coincidía casi siempre con el modo de expresarse de los sectores más involucionistas.

Pero, seguramente, lo que le ocurría al famoso es que prefería ahorrarse los halagos del taxista admirador, harto ya de esponjar su vanidad en el generoso afecto de las clases populares.

O bien, escaso de tiempo, decidía aprovechar el empleado en el largo recorrido para pensar. O, sencillamente, tenía programado atender en el trayecto algunas llamadas por teléfono móvil, que es un invento muy adecuado para prescindir del que tienes al lado y entrar en comunicación con quien te da la gana.

En cualquier caso, aunque tampoco todos los taxistas están dispuestos a entrar en conversación con su cliente, ni es la charla un obligado servicio añadido, mejor es a mi parecer que la música impuesta a gusto del chófer -trátese de Juanito Valderrama a toda mecha o trátese de Estopa- o el ruido de los alterados contertulios de la emisora elegida, que cuando más alterados son resultan alentados desde el volante por un más alterado taxista.

Pero no sólo los sonidos, entre los que no se excluye la posibilidad de que el conductor se divierta por teléfono con sus compañeros, discuta con ellos o trate de resolver problemas domésticos, vía telefónica, llegan a imponerse en el recinto del taxi.

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En estos días de calor es también el olor espeso que trae el sudor, una imposición, más desconsiderada y menos certificable, que unos y otros hemos de sufrir a causa de la ausencia del aire acondicionado.

Y no es que las máquinas de nuestro parque de taxis sean tan antiguas, aunque a veces lo parezcan, que carezcan de aire fresco, sino que muchos taxistas, aprovechando el argumento de los efectos negativos que a veces reporta la refrigeración, deciden prescindir de él por otro argumento oculto, el económico. Y es justo éste uno de los puntos donde se detecta el cambio generacional del gremio.

Las nuevas generaciones pertenecen a un tiempo con una nueva concepción de la higiene, por lo general más frecuentadora de la ducha, y sus miembros son más dados al uso de las nuevas comodidades. Como me decía uno de ellos, más que el confort del viajero, persiguen naturalmente el propio confort en la reducida estancia móvil en la que pasan con frecuencia casi doce horas de jornada laboral.

No consta, sin embargo, que el famoso que exigía que el taxista no le hablara temiera a los efectos del aire o la sudorina, pero por no hablar con quien le traslada se ve privado de comprobar lo que acaso no le interesa.

Por ejemplo: que este del taxi parece ser un gremio más de viejos que otros gremios, con lo que el relevo generacional puede que sea más pausado. No sé si una de las razones era la expuesta por quien me llevaba de una punta a otra de Madrid en el pasado Día del Taxi.

Él, como otros, vino hace muchos años de un pueblo de Extremadura a remediar el hambre. Aquí nacieron sus hijos, a los que dio carrera universitaria, y allí, donde nació, fue construyendo con sacrificios una casa que lo devolviera a su origen en los días de la jubilación.

Ha llegado la jubilación, y con ella los nietos, y es ahora su esposa la que se niega a irse al pueblo. Sigue, pues, al volante, remediando así su desconsuelo. Pero de la misma historia conozco otra variante: la del hijo, licenciado universitario sin empleo, que es taxista por horas con la licencia del padre.

No teme éste al aire acondicionado, habla con naturalidad de un Madrid oculto, describe a los clientes del sexo en la calle con más fina ironía que a los travestidos y a las putas, sintoniza otra emisora, y no siente admiración alguna por el famoso que temía que el taxista le hablara o le pidiera un autógrafo.

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