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En torno a la representación política

Joan Subirats

El pasado lunes EL PAÍS publicaba en su última pagina la noticia de las concentraciones que se habían celebrado en diversas ciudades españolas contra la especulación inmobiliaria y por una vivienda digna. La noticia destacaba el hecho de que los miles de personas que se habían movilizado, lo habían hecho sin dirección política explícita. No se sabía de partido político alguno que convocara esas concentraciones. Los manifestantes habían sido activados a través de las redes de los nuevos movimientos sociales, usando correos electrónicos, mensajes SMS y listas de distribución de Internet "de origen desconocido". Y aparentemente no había políticos ni representantes electos presentes en las plazas escenario de la protesta. Es significativo que el cronista cita las referencias a los recientes acontecimientos de Francia, casos en los que también se subrayó el carácter aparentemente extrapartidista de los disturbios de la banlieue a finales del año pasado o de las movilizaciones contra el contrato de primer empleo más recientemente.

Desde hace tiempo asistimos a una cierta contradicción entre el declive de los partidos políticos como privilegiados protagonistas de la representación política (sea articulando la representación vía elecciones, sea seleccionando y alistando militantes y simpatizantes para ocupar las instituciones) y las reticencias de los nuevos activistas políticos para ocupar los potenciales vacíos institucionales que ese declive partidista parece provocar. Por otra parte, desde la década de 1980 venimos asistiendo a un fenómeno en paralelo que se suma a todo ello. Mientras que la democracia (entendida como expresión hegemónica de reglas de juego político) se ha ido extendiendo por todo el mundo, se ha ido produciendo al mismo tiempo un repliegue significativo en libertades y derechos que parecían definitivamente consolidados. Necesitamos replantearnos a qué nos referimos cuando hablamos de representación democrática, sobre todo cuando en Europa asistimos a una fascinación por los temas de la mercadotecnia o la comunicación política, siguiendo la estela de la experiencia estadounidense y su avanzadilla en Europa en forma de new labour.

En política, cuando nos referimos a representación, podemos tratar con esa expresión de acercarnos a la idea de hacer presente, como también a la idea de simbolizar. Representar a personas o colectivos puede llevarse a cabo tratando de asegurar o conseguir su presencia, sus voces, necesidades y demandas en la arena política. Pero, asimismo, podemos referirnos a una visión más limitada de la representación por la cual los ausentes están simbólicamente representados por quienes postulan su condición de portavoces. En el primer caso, los representantes deben tratar de mantener muy activos los canales de contacto con la ciudadanía o al menos con sus núcleos de electores, contrastando su mandato con el desempeño de su labor, generando retorno de lo realizado, superando pues la idea de que los ciudadanos son meros electores que entregan a plazos su voluntad y capacidad de decisión política. Como decía Tomas Paine, el estado habitual de las gentes es más bien pasivo en lo referente a los temas públicos y sólo en contadas ocasiones de crisis o conflicto se movilizan. Y seguía afirmando que precisamente una de las principales labores de los representantes políticos debería ser mantener activa esa fuerza de transformación. Todo lo contrario de lo que afirmaba Edmund Burke, muy receloso de las conexiones entre representantes y representados, a fin de evitar, como decía, que el recto proceder de los electos pudiera quedar influenciado por los volubles y mudables caprichos populares.

Los partidos políticos han ido quedando encerrados en los juguetes institucionales. Pocos ponen en duda hoy día que la gran mayoría de los partidos son estructuras muy verticales y poco deliberativas. Son organizaciones que no salen de su repertorio convencional excepto para modernizar tecnológicamente sus instrumentos de conexión unilateral. No parece que sus formas de acción sean muy creativas si exceptuamos los nuevos avances en mercadotecnia. Y tampoco destacan excesivamente por sus sensibilidad hacia temas emergentes. Evidentemente, hay excepciones y matices nada desdeñables. Pero, a mi entender, ésa es la situación predominante. Lo cual no se contradice con que cada vez más oigamos hablar de partenariado, de red o de empoderamiento, como expresión del nuevo lenguaje que conviene utilizar aunque ello no modifique nada sustancial. En el fondo estamos siempre con la impresión de que el mensaje que nos llega es: "Dejad hacer a quienes más saben lo que os conviene".

El pasado lunes, Manuel Castells aludió a ello en una jornada parlamentaria sobre medios de comunicación audiovisual. De manera enfática se refirió a una posible "revolución ciudadana" o "revolución de las mentes" si no se produce un cambio sustantivo en la forma de hacer política. La asimetría de posiciones y de recursos característica de los sistemas políticos representativos a lo largo de los últimos siglos consagraba y justificaba la distancia entre representantes y representados, entre élites económicas e intelectuales y ciudadanía dependiente. Los procesos de democratización fueron el resultado de luchas populares y de debates ideológicos que fueron ampliando derechos y abriendo el sistema de representación a nuevos sectores y protagonistas. La fase actual se nos presenta aparentemente como el final de un ciclo. Ya tenemos democracia. Ya tenemos sufragio universal. Ya votan las mujeres. Todos pueden optar a ser elegidos y todos pueden elegir. Pero esa democracia realmente en funcionamiento presenta notables deficiencias. Muchas voces ausentes, muchas personas invisibles, muchas desigualdades reales que impactan como siempre en la igualdad política formal. Los nuevos medios tecnológicos han abierto posibilidades inéditas de acción, de agencia, de protagonismo directo con mucha menor intermediación. Tampoco estamos ya en una manifestación más de la "crisis de los partidos" de la que se ha venido hablando desde hace años y que comportó la aparición de formaciones de nuevo cuño, como los partidos verdes u otros partidos monotemáticos. Estamos en un nuevo escenario en el que no es suficiente con crear nuevos partidos, sino repensar la acción política y la participación ciudadana en momentos de crisis de la política convencional para desarrollar su labor en plena mundialización económica y social. Propongo seis reflexiones finales: los partidos no agotan el activismo político; no podemos seguir confundiendo electoral con político; se puede hacer activismo político sin querer alcanzar el poder; los partidos no pueden seguir viendo los movimientos como meros espacios de instrumentalización e influencia; oolítica y cotidianidad no son compartimientos estancos; pero, a pesar de todo, las elecciones y las instituciones cuentan.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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