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España al volante

Difícilmente encontraremos en la reciente historia un país que haya progresado tan deprisa como el nuestro en la modernización de su red vial y en la renovación de su parque móvil. Hoy es posible atravesar la Península sin invadir el carril contrario en un adelantamiento y resulta ya bastante improbable cruzarse en carretera con un 1430 de color tomate. Llevamos años aportando esfuerzo en la prevención de accidentes de tráfico y, paradójicamente, como en el Gatto Pardo, la tragedia sigue inamovible. En Semana Santa. En el puente. Siempre, siempre, el mismo número de muertos.

Alguien decía que los españoles somos gente honrada e incapaz de mentir a los demás, pero que, por alguna extraña razón, nos encanta engañarnos a nosotros mismos. Reclamamos más educación en la escuela, cuando el colegio no está para educar sino para impartir conocimientos. Ahí se aprende a relacionar al Cid con la Valencia de Calatrava y al número 2 con la valencia del cadmio. La educación, que es responsabilidad de los padres, se mama en casa. En los comentarios que se escuchan en el salón, en si te obligan o no a comer verduras y en el valor que le dé cada familia al diálogo. Separar al tráfico de la vida cotidiana puede llevar a equívocos, porque es en el asiento trasero del coche donde el niño saca para siempre la conclusión de si saltarse un semáforo en rojo es algo terrible o un hecho sin importancia.

Quienes nos alarmamos de la altísima velocidad a la que circulan algunos no debemos olvidar que somos los mismos que solemos llegar tarde a muchos sitios. ¿Por qué suponer que los que andamos siempre con el trasero pelado, de repente y por arte de magia, íbamos a salir con suficiente margen al montarnos en el coche? Se conduce como se es y, en esto del tiempo, igual que hiciera el apóstol, los españoles negamos al reloj tres veces antes de que suene el claxon. En nombre de lo informal, hace bastante que eliminamos la puntualidad de nuestra lista de principios básicos para la convivencia. En favor de la creatividad, retamos a la física al calcular las distancias. Los que viven a 45 kilómetros de un núcleo urbano, en realidad se han ido a diez minutos del centro. El trayecto Madrid-Sevilla, si te dejas aconsejar, te lo recorres en tres horas y media. Spain is different. Pertenecemos al país donde Dalí derretía relojes sobre un lienzo y en el que se reniega de la puesta de sol. El día en España no puede terminar nunca y predomina la creencia de que acostarse más tarde es sinónimo de mayor disfrute. El que no aguante es un muermo. Y de regreso a casa pesan el exceso de cansancio y las copas ingeridas por compromiso.

Tal vez la educación vial que reclamamos exija una revisión de nuestro modo de vida. Cambios aplicables también a un examen teórico en el que abundan tecnicismos y se echan en falta referencias a los peligros de la carretera. Aconsejar salir con tiempo para llegar puntual a los destinos, enseñar que el retraso constituye una falta de respeto para quien espera, o aprender que los viajes resultan más agradables cuando hay tiempo de parar en algún pueblo, se me antojan conceptos más decisivos que el saberse de memoria las limitaciones de velocidad.

Hace bien poco, un joven sin carné se ha llevado por delante cinco vidas, incluyendo la de su madre, que permitió que su retoño llevase el volante. Crónica negra que ocurre en España, el mismo país en el que nuestros hijos adolescentes se están comiendo crudos a los profesores en las aulas. Por las patas y con la connivencia de unos padres que no nos atrevemos a decirles que no a nada. ¿Culpabilidad porque desde que se integró mamá al trabajo apenas les vemos y el rato que compartimos con ellos no queremos regañarles? Tenemos por delante el reto de redefinir la familia. Tal vez los hombres debamos empezar a ceder cuota en el mundo laboral y a compartir los huecos que han dejado las mujeres en los hogares. Los chicos criados a distancia pueden salirnos consentidos, creerse los amos del asfalto, y machacarnos a base de luces largas para que nos tiremos al arcén.

Necesitamos planificar una educación que cale en generaciones venideras y, mientras tanto, no podemos volver el rostro ante la vergonzosa impunidad de la que abusan los que atropellan la ley y la vida. Los legisladores tienen la obligación moral de acabar con el eufemismo oculto tras la palabra accidente y empezar a llamar a los homicidios por su nombre. Y el Gobierno tiene que cumplir su promesa de aumentar la plantilla de la Guardia Civil de Tráfico, cuerpo que se encuentra en mayor peligro de extinción que el lince ibérico. En una España que ha pasado de 18 a 28 millones de vehículos en el último decenio, el número de motoristas sólo ha aumentado en trescientos. Se necesitan cuatro mil nuevos agentes y el Gobierno no puede tirar la toalla ante la imposibilidad de gestionar el problema desde parámetros civiles. Afrontar la desmilitarización, equiparando los derechos de un agente de tráfico a los de un mosso d'esquadra o un ertzaina, parece la única fórmula valiente para conseguir mayor vigilancia y menos delitos en carretera.

Algo me dice que España no va a poder soportar muchos más muertos. Aquí todos tenemos ya a algún familiar caído en el asfalto y las ausencias, cuando se sienten tan próximas, pesan demasiado en las conciencias. Los políticos tienen ante sí una oportunidad histórica para convocar una mesa que agrupe a todos los sectores sociales, incluida la Iglesia, porque en el no matarás del mandamiento se incluye el asesinato con ruedas. De lo contrario, nos obligarán a echarnos en manifestación a la calle y esta vez sin guerra de cifras, porque aquí los números están bien claros: once seres humanos, once, pierden la vida en las carreteras de España todos los días.

Guillermo Fesser es periodista, codirector del programa Gomaespuma.

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