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Tribuna
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Adicción

Treinta años de leer el mismo periódico, sin faltar un solo día, crea adicción. Más benigna que otras, pero adicción. Se disfruta con ello, claro es, pues si no, no se haría, pero tiene inconvenientes. El mono, por ejemplo, cuando en invierno la nieve impide a la furgoneta de reparto llegar al pueblo. O el tiempo que consume, aunque un buen adicto desarrolla habilidades para pasar páginas aprisa, sin perder ripio. Y es que sería imposible leerlo todo, de la cruz a la raya. Llevaría fácil sus dos o tres horas cotidianas. Yo soy lector de poco más de media hora, pero, modestia aparte, un tiempo bien aprovechado. Leo así lo principal de las páginas de internacional, editoriales, opinión, España, columnas varias, cultura, sociedad, local, economía... Leo mucho, por tanto. En realidad, sólo me salto los clasificados y el fútbol. Los domingos, es cierto, dedico el doble de tiempo, y ello sin contar el damero y el sudoku samurái.

Aunque la adicción propiamente dicha la tengo únicamente desde hace treinta años, sus antecedentes son remotos. De niño leía las noticias de la II Guerra Mundial tirado en el suelo, donde extendía las páginas de un diario de la tarde que había entonces, de gran formato. De joven, aunque entonces el producto, por razón de las circunstancias, no era de buena calidad, continué con mi inclinación, que a punto estuvo de darme un disgusto. Corrían los años cincuenta y en la cárcel donde estábamos algunos estudiantes por pedir libertad, no dejaban leer periódicos, vaya usted a saber por qué. Los presos nos habíamos hecho bajo cuerda con un ejemplar de un gran diario liberal-conservador (entonces más conservador que liberal), cuando anunciaron cacheo general, es decir, inspección celda por celda. La única solución era eliminar el cuerpo del delito, quemándolo y arrojando las cenizas por el retrete. No es para contar lo mal que ardían aquellas páginas, sobre todo las de huecograbado. ¡Qué peste y qué humareda!

En Francia, cuando tuve que irme al exilio, mi afición encontró su cauce natural en Le Monde, un prestigioso diario parecido en su estilo a EL PAÍS. Ambos han firmado hace poco, por cierto, una alianza, pues Dios los cría y ellos se juntan. Fue entonces cuando me vino la devoción por los periódicos serios. Lectores de prensa hay muchos, pero son mayoría, me parece, quienes se dedican sólo a los deportes y las revistas del corazón. Como de gustibus non disputandum no hay que menospreciar ese mundo, que tiene la ventaja para quienes trabajan en él que siempre se repiten las mismas cosas. Claro que si uno de esos lectores, por un casual, leyera este artículo, replicaría que las noticias serias son igual de reiterativas, sólo que más aburridas. Además, bastantes quebraderos da la vida, como para complicársela con lo que pasa por ahí. A este respecto, en París me ocurrió lo siguiente. Estaba convaleciente en el hospital de una mala lesión futbolística, y una simpática señora de la limpieza me daba conversación para aliviar mi aburrimiento. Como un día me viera leyendo Le Monde, con gran sorpresa mía me lo recriminó acremente. Al rato, vino a excusarse. No sabía, me dijo, que era estudiante. Tal condición, a su juicio, justificaba lo que en otro caso le parecía una insensatez: perder el tiempo en leer aquel galimatías.

Volviendo a EL PAÍS, un lector adicto se vuelve un tanto maniático. Una de las manías es encontrar gazapos y erratas, y si se tercia, comunicárselas al Defensor. En mi caso, por deformación profesional, me llamaba la atención la confusión, que parece haber desaparecido, entre el billón anglosajón (mil millones) y el billón español (millón de millones). Otra extraña manía mía es buscar en el suplemento Babelia, en las reseñas de uno de sus mejores críticos literarios, un curioso récord; a saber, el de la frase más larga sin punto y seguido. Estoy al tanto, por si supera las doscientas palabras.

Dicen que el periódico en papel puede desaparecer y publicarse en otros soportes. Dios no lo quiera. Al menos que dure como está ahora el tiempo de mi vejez. No me importa que EL PAÍS cambie algo de cuando en cuando su formato, aunque ello obligue al adicto, acostumbrado a la misma ración cotidiana, a una readaptación. Tampoco me importa que añada suplementos o incite con las promociones a cargarse de libros, álbumes y películas. Me conformo con que siga en lo esencial como en sus primeros treinta años. Informando, comentando, criticando, ocupándose en suma de la cosa pública y de las cosas del intelecto y haciéndolo con inteligencia, con pasión a veces, con equivocaciones incluso, pero con un objetivo: una España de convivencia, tolerancia, cultura, apertura al mundo, espíritu crítico y afán de mejora.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense.

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