¿Dónde están ahora los intelectuales?
Hay una tesis que señala que Gran Bretaña no tiene esa clase de personas que piensan
La otra noche pregunté a un comentarista británico si era un intelectual -yo considero sin ninguna duda que lo es- y me respondió, con un gesto de alarma tras sus gafas: "¡No, no!". ¿Por qué no? "Porque tengo miedo de padecer el síndrome del impostor".
En su espléndido libro recién publicado Absent minds (Mentes ausentes), el profesor de Cambridge y especialista en historia del pensamiento Stefan Collini traza la larga historia de esta tradición británica que se resume en esa negación. Una y otra vez, personas a las que en otros países europeos se calificaría de intelectuales se niegan a reconocer que lo son. Lo que Collini llama "la tesis de la ausencia" afirma que los británicos, a diferencia de los franceses, los polacos o los austriacos, no tienen intelectuales. Los intelectuales empiezan en Calais. "Intelectual británico" es una contradicción en los términos, como "inteligencia militar". El inglés coloquial está plagado de epítetos ligeramente peyorativos o satíricos: cabeza de huevo, cerebrito, genio, pedante, empollón, sabelotodo, charlatán, "se pasa de listo". Suele ir acompañado de "el supuesto", como si fuera su guardaespaldas. Y pocas veces faltan unas comillas irónicas.
Los intelectuales de Gran Bretaña no han estado nunca tan bien como ahora. ¿Importa, pues, que sigan negando su existencia? Tal vez no
Seguramente en el Reino Unido hay debates más genuinos, sustanciales y creativos sobre ideas y políticas que en Francia, patria de 'les intellectuels'
A veces sólo se llega al gran público después de morir. Al funeral de Karl Marx no asistieron más que 11 personas. Luego fue un intelectual influyente
Más europeos
Collini afirma, con razón, que los británicos caen en una especie de engaño. En este aspecto, como en tantos otros, somos menos excepcionales y más europeos de lo que creemos. ¿Pero qué significa ser intelectual? Collini distingue tres sentidos diferentes. Primero, el sentido personal y subjetivo: alguien que lee mucho, está interesado por las ideas, cultiva la vida del pensamiento. Es a lo que se refieren los británicos muchas veces cuando dicen de un amigo o un familiar que es "un poco intelectual" (que no suele decirse con deseo de ofender, sino como quien habla de un hobby o un capricho inofensivo). Luego está el uso sociológico: los intelectuales como clase, una clase que puede decirse que incluye, por ejemplo, a todos los que tienen un título universitario. Pero este uso sociológico nunca ha sido muy popular en Gran Bretaña, a diferencia del centro y el este de Europa, donde es un término definidor habitual.
Y por último está el uso más importante, como caracterización de un papel cultural. Collini intenta definirlo con sumo cuidado. En este sentido, un intelectual es alguien que primero alcanza cierta categoría como creador, analista o investigador, y luego emplea los medios de comunicación u otros cauces de expresión para intervenir sobre temas que interesan al público en general, hasta el punto de convertirse en una autoridad reconocida -o, al menos, una voz reconocida- en ese campo. En un debate con intelectuales checos celebrado hace varios años, yo traté de definir el papel del intelectual de forma no muy distinta: "Es el papel del pensador o el escritor que interviene en el debate público sobre temas políticos, en el amplio sentido de la palabra política, y, al mismo tiempo, se abstiene deliberadamente de buscar el poder". Esta última condición me parece muy importante, aunque la rechazan los intelectuales que, como Václav Havel, se han pasado a la política con P mayúscula.
Desde los años ochenta, a esas personas las llamamos "intelectuales públicos", un término importado de Estados Unidos. Pero si al hablar de "intelectual" nos referimos a una persona como la que acabo de definir, entonces "intelectual público" es un pleonasmo, mientras que "intelectual privado" es un oxímoron. Un eremita o un recluso puede ser "un poco intelectual", pero el rasgo que define al intelectual así considerado es la participación en el debate público. La cosa se complica aún más por el hecho de que a veces sólo se llega al gran público después de morir. Al funeral de Karl Marx no asistieron más que 11 personas, pero luego fue uno de los intelectuales políticos más influyentes de su época. Existen, por así decir, públicos póstumos.
Cuando los intelectuales británicos desprecian o desechan el término intelectual, lo que están haciendo, a veces, no es más que expresar la antipatía que siente el empirismo británico hacia diversas formas de pensamiento más abstracto que se dan en el continente. Forma parte de lo que pretendía decir George Orwell cuando, en una carta privada, calificó a Jean Paul Sartre de "bolsa de aire". Como dice el poeta inglés James Fenton en Manifiesto de Manila, "A Francia le decimos: Aut tace aut loquere meliora silentio (calla o di algo que merezca la pena)". "¿Dónde está la sustancia?", es la pregunta que hacen los anglosajones a Derrida, Althusser o Heidegger. Pero se trata sólo de un choque entre distintas tradiciones intelectuales. Asimismo hay que tener en cuenta que normalmente, en Gran Bretaña, cuanto más a la derecha, más se mira con suspicacia a los intelectuales. Los comunistas británicos hablaban con gran alegría de los "intelectuales del Partido Comunista" (cosa que puede ayudar a explicar la hostilidad de Orwell por la etiqueta), mientras que el historiador y periodista conservador Paul Johnson, un intelectual como pocos, ha escrito un libro entero para decir lo horribles que son los intelectuales.
La simple realidad -y, por supuesto, hablar de "la simple realidad" es, en sí, un ejemplo de sentido figurado clásico del intelectual inglés- es que Gran Bretaña tiene hoy una de las culturas intelectuales más ricas de Europa. Seguramente hay en el Reino Unido debates más genuinos, sustanciales y creativos sobre ideas, políticas y libros -y con un alcance mucho más amplio- que en Francia, la patria de les intellectuels. La orilla izquierda del Támesis es menos elegante, pero más viva, desde el punto del pensamiento, que la orilla izquierda del Sena.
Centros de pensamiento
Ningún otro país, aparte de Estados Unidos, posee tal cantidad de think tanks, los centros de pensamiento. Cada mes parece celebrarse una nueva feria literaria, y la gente hace largas colas en ellas para oír a los cabezas de huevo y los pedantes. Tenemos las mejores universidades de Europa, y algunos profesores británicos consiguen escapar a las temibles garras casi soviéticas de las evaluaciones y otras pesadillas burocráticas impuestas por el Gobierno el tiempo suficiente para compartir sus conocimientos con un público más amplio. Para ayudarles contamos con la BBC, sobre todo la radio de la BBC, en programas como En nuestros tiempos, de Melvyn Bragg, en el que todas las semanas distintos especialistas hablan de un tema, muchas veces abstruso, de forma comprensible. Al exponer su visión sobre el futuro de la BBC, su director general, Mark Thompson, ha reafirmado su compromiso de mantener la tercera pata del trípode creado por el primer director, lord Reith: educar, además de informar y entretener.
Gran Bretaña tiene editoriales comerciales que consiguen llevar obras serias al gran público (el estado de nuestras librerías es preocupante, pero afortunadamente siempre está Amazon). Hay publicaciones intelectuales de primera categoría: Prospect, TLS, Guardian Review, The London Review of Books, opendemocracy.net, por nombrar sólo unas pocas. Gracias a la lengua inglesa y la intensidad de los intercambios culturales transatlánticos, intervenimos también en los grandes debates que se producen en Estados Unidos y en todo el mundo anglófono. Internet y la blogosfera ofrecen magníficas oportunidades para que cualquier ser pensante se aventure a ser un intelectual (público). Si alguien tiene algo interesante que decir, el público acaba encontrándole, y no sólo el público británico, sino cualquiera que hable inglés en el mundo.
En resumen: los intelectuales británicos no han estado nunca tan bien como ahora. ¿Importa, pues, que sigan negando su existencia? Tal vez no. Tal vez es incluso una salvaguardia eficaz contra ese desmesurado sentido de su propia importancia que tienen a veces los intelectuales en el continente. Una salvaguardia contra la posibilidad de convertirse, pongamos, en Bernard Henri Lévy. Que los franceses se queden con la denominación; nosotros nos conformamos con serlo.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia
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