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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

No hay nada pequeño

José-Carlos Mainer

José Teruel, director de la inminente edición de las esperadas obras completas de Carmen Martín Gaite para Galaxia Gutenberg, ha acertado plenamente al elegir el título de esta colección de sus trabajos periodísticos dispersos: Tirando del hilo. Se completa así aquella otra de 1993, Agua pasada, que fue responsabilidad de la propia autora, y se rinde homenaje a una forma de rotular que le gustaba mucho: locuciones comunes -propias del "léxico familiar", como se llamaba la novela de Natalia Ginzburg que admiró tanto- y, a la par, modos de expresar la continuidad de la escritura y la necesidad de comunicar con espontaneidad meticulosa el contenido de su corazón. La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas se llamó su primer libro de ensayos; Retahílas, la novela de estructura dialogal con que reanudó su trabajo narrativo en 1976; El cuento de nunca acabar se denominó su empeño mayor sobre el arte del relato, y Cuadernos de todo fue el marbete común que adoptaron aquellos en los que escribía asiduamente, a modo de un peculiar dietario, sus vivencias. E incluso, en las cercanías de nuestro título de ahora, Hilo a la cometa y Cuéntame se titularon sendas antologías de sus textos.

TIRANDO DEL HILO (ARTÍCULOS 1949-2000)

Carmen Martín Gaite

José Teruel (editor)

Siruela. Madrid, 2006

536 páginas. 25,87 euros

Como consigna Teruel, "todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, la historia". Este mismo libro está lleno de sugestiones al respecto de su concepción de la escritura convertida en costumbre y del pensamiento convertido en un devanar de acotaciones felices. Léase, al respecto, el artículo 'Ponerse a escribir' (otro título propio del "léxico familiar"), donde se habla del "difícil e inevitable sosiego" con el que hay que hacerlo. O mírese su reflexión sobre el libro de Thomas Mann escrito a propósito de la novela Doctor Fausto: "Siempre he echado de menos [...] -confiesa Martín Gaite- no haber llevado paralelamente a la labor mediante la cual se iba configurando [una novela], un diario donde se diera cuenta de su elaboración, una especie de cuaderno de bitácora" (podría haber dicho lo mismo respecto al André Gide de Los monederos falsos). Incluso al elogiar La infancia recuperada, de Fernando Savater, un "ensayo a lo gitano" que le ha complacido mucho, no olvida consignar que "tengo que reconocer que si La infancia recuperada me ha parecido apasionante, se debe en gran medida a que llevo años empeñada en un largo discurso sobre estos mismos temas de la narración abierta".

"Narración abierta", pero

enderezada siempre a un lector con quien se cuenta mucho. Es fácil rastrear la necesidad implícita de un destinatario en 'Vuestra prisa', el artículo de 1949 que abre esta colección y que, con todo su candor adolescente, amonesta a quienes "os escondéis entre gestos, entre montañas de gestos y palabras", sus futuros lectores llenos de prisas y prejuicios. Y es que siempre escribió para ellos y nunca abandonó aquel entusiasmo contagioso que se expresa con desarmante sencillez en estos artículos de Tirando del hilo, una mayoría de los cuales son reseñas de libros ajenos, publicadas desde finales de los setenta. ¿Cuántos articulistas reconocerían su rendición en los términos en que lo hace Martín Gaite, al hablar de Los bulevares periféricos, de Patrick Modiano?: "Es de estos escritores que se te meten en el alma". ¿Y quién consignaría su entusiasmo ante El silencio blanco, de Jack London, de este modo?: "¡Cuánto le hubiera gustado a Ignacio Aldecoa!".

Pero la sinceridad efusiva

de la que hablo no tiene nada que ver ni con la ingenuidad afectada ni con la ausencia de rigor. Martín Gaite hace apreciaciones nada vulgares acerca de Tolstói y Dostoievski, de Isaac B. Singer, Juan Carlos Onetti y Katherine Mansfield, lo mismo que de dos clásicos textos sobre la novela, como son Virginibus puerisque, de R. L. Stevenson, y los prólogos de Henry James a la edición neoyorquina de sus relatos. A nadie le sorprenderá que sepa ver en su amigo Fernández Santos "una mirada que le ha servido, por encima de todo, para aprender", porque es, al cabo, un escritor de su misma promoción, a la que fue tan fiel. Lo admirable es, sin embargo, su entusiasta aceptación de los nuevos escritores que empezaban: la inequívoca adhesión a Álvaro Pombo (de cuyo estilo en El parecido escribe que es "cálido y acogedor en su misma ligereza, abriga sin peso, como las mantas buenas": nadie lo ha dicho mejor), el interés por José María Guelbenzu (los personajes de La noche en casa "se buscan vorazmente, a través del cuerpo y la palabra, y se arrojan a la hoguera resultante"), el aprecio tributado a Visión del ahogado, segundo relato de Juan José Millás (aunque no le hayan satisfecho las abundantes escenas eróticas), el reconocimiento inequívoco de Miguel Sánchez Ostiz ("un escritor de raza") y los elogios rotundos al primer libro de Soledad Puértolas y a las tres novelas iniciales de Esther Tusquets (el libro Agua pasada, que he citado más arriba, contiene otros textos importantes en esta misma línea: así las reseñas de Los delitos insignificantes, de Pombo; Mimoun, de Chirbes, y El jinete polaco, de Muñoz Molina). No es frecuente esta actitud -uno piensa inevitablemente en el rencor pueril y maligno de Francisco Umbral- porque, además, no empece reservas rotundas en otros casos: a la escritora no le gustaba, en efecto, la franqueza sexual de los relatos de Millás y Guelbenzu, pero tampoco le divertía el humor policiaco de Eduardo Mendoza, ni la dimensión metaliteraria de Luis Goytisolo, ni los experimentalismos de Germán Sánchez Espeso y de Félix de Azúa ("demasiada esfinge para tan poco secreto", sentencia acerca de Las lecciones suspendidas), ni la mezcla de sexo incansable y juego de palabras en La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante. Y si nada cabe reprocharle en la escasa simpatía que experimenta por Gargoris y Habidis, el otrora famoso libro de Fernando Sánchez-Dragó, no parecen muy justos los reproches que dedica a Los mares del sur, de Vázquez Montalbán, quizá la mejor novela de la serie de Carvalho, a la que se tilda de "hábil e inconsistente" y a la que se conmina a elegir "entre la actualidad y la perennidad".

El sentido de estas saluta-

ciones y de estas condenas resulta obvio, a la luz de la obra de la propia autora: elige el realismo y la intensidad psicológica como referentes, la amenidad y la continuidad emocionales como modos de escribir. Y en estas virtudes reconoceremos siempre a Carmen Martín Gaite, pero son opciones que no excluyen la complejidad ni la dureza: su elogiosa apreciación del cine de José Luis Borau, el hombre que puso en imágenes a su Celia, revela que la escritora no era ajena a la parábola dramática de Furtivos, ni a la hirsuta y turbadora historia de Leo, ese estupendo filme maldito que no dejó de tener alguna afinidad con las últimas y patéticas imaginaciones de nuestra escritora.

Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) vista por Loredano.
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) vista por Loredano.

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