Valverde fue bala verde
Las fieras del pelotón empezaron a gruñir al final de la carrera. Con sus siluetas nervudas, sus cascos perforados y sus brillantes pieles de lycra, montados sobre la osamenta de tubos, cables, platos, piñones, cadenas, varillas y neumáticos, arquearon el lomo, apretaron las zarpas sobre el manillar y se prepararon para el último ataque. Bajo la mirada huidiza de Alejandro Valverde competían por la Flecha Valona, una de las pruebas más duras y codiciadas del calendario ciclista. Al olor del premio llenaron los pulmones, vaciaron el bidón y se liaron a caderazos en la embocadura del pueblo.
Habían salido nerviosos de Chaleroi, con la clasificación ProTour en la cabeza. Abrillantados por las mixturas de aloe y por el sudor de las escaramuzas, se pusieron en fila y metieron cuneta para prevenir ataques de los subalternos. Puesto que el trazado era una planicie con varios dientes de sierra, cabían dos opciones: el ataque largo en la llanura o el esfuerzo corto en el Muro de Huy, la llave de la meta. Todos los aspirantes, sin excepción, tuvieron su propia oportunidad: Arrieta y Finot se metieron cien kilómetros de escapada en el cuerpo, y Óscar Freire, triple campeón mundial de fondo en carretera, se largó con el suizo Moss en un asfixiante turno de relevos. Por detrás, los jefes de fila declararon la guerra total: Di Luca les lanzó su jauría, y después, convencidos de que la cota de Hautebisse era el lugar ideal para una emboscada, Bettini y sus perros azules tomaron la iniciativa en un agotador esfuerzo de caza.
Con las muñecas podridas por la taquicardia, el pelotón se filtró lentamente y por fin se redujo a un grupo de supervivientes de primera clase: además de Di Luca y Bettini, lucharían por la victoria Kroon, Sinkewick, Kessler, Schleck y otros atletas nacidos en el frenesí de las grandes clásicas. Entre ellos se deslizaban el campeón mundial Igor Astarloa, un llanero solitario capaz de improvisar seis kilómetros de vértigo, y Samuel Sánchez, el taco de acero que venía de ganar la Vuelta a Euskadi.
Así llegaron a las rampas definitivas del Muro de Huy, con su trituradora del veintidós por ciento. Atacaron Kessler, Astarloa y Bettini, respondió Etchevarria, remontó Samuel, y de pronto apareció Alejandro Valverde.
Todos vimos cómo se transformaba en lobo; descubrió la dentadura para componer la sonrisa del depredador, y estiró el perfil de parte a parte, como los peritos en extenuación alargan la musculatura. De los tobillos a las cervicales, todas las conexiones del esqueleto recibieron la proporción justa de corriente nerviosa.
En diez segundos memorables, Alejandro conquistó un imperio: derrotó a sus competidores, sobrevoló la meta y nos puso a soñar con el próximo Tour.
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