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Columna
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Maragall no lava más limpio

De las muchas virtudes de Pasqual Maragall, la tenacidad es la que más admiro. No es una tenacidad al uso, tan propia de la idiosincrasia política, sino una auténtica tozudez testicular, tan persistente en la fijación asumida, que se acerca simpáticamente a aquello que el mundanal ruido llamaría pura cabezonería. Sí. Maragall es un cabezón. Pero lo es para bien, quizá porque es un hombre de ideas consistentes, seguro en los proyectos en los que cree y muy capaz de llevarlos adelante con todas las retiradas estratégicas que sean requeridas. Desde que lo conozco, no le recuerdo ni un solo proyecto que no haya acometido si creía firmemente en él. Y lo ha hecho no sólo contra viento y marea, sino a menudo contra el propio viento y contra los maremotos consecuentes que se levantaban. Cuando hace meses anunció su remodelación de gobierno y la cosa quedó truncada, casi todos los que maragalleamos un poco sabíamos que el presidente se daba un tiempo, pero no cejaba en su empeño. El rearme en la retaguardia... Y así ha sido, de manera un poco impetuosa, con cachonda nocturnidad y con la alevosía propia de toda crisis. Hasta aquí, pues, la lectura de una remodelación anunciada, cuyos motivos ocultos no lo son tanto.

Algunas consideraciones. La primera, de autoridad. Hace ya un tiempo, en una de esas cenas que el presidente nos otorga a los plumillas, no sé si para escucharnos o ser escuchado (o ambos dos, que los dos ambos están bien), coincidimos todos los reunidos en que Maragall tenía un problema de autoridad. Más allá de la lógica del tripartito y de la cultura de pacto pertinente -y loable-, el presidente de la Generalitat necesitaba de una autoridad generosa que fuera capaz de tener vida propia. Alguno de nosotros, quizá alguna malvada que corría por ahí, le espetó: "Tanto que admiras a Tarradellas y tan poco que lo imitas". Lo cierto es que a diferencia del Maragall alcalde, cuya vara del poder ejercía con inteligencia notoria, el Maragall presidente parecía mucho más timorato, quizá algo más asustado, sin duda más débil. Y ya se sabe que en política el verbo parecer es mucho más letal que el verbo ser. Por ello la decisión de Maragall tiene algo de necesidad estructural, más allá de sus necesidades coyunturales. Un presidente que no puede cambiar un gobierno nunca será un presidente respetado, sobre todo por los propios que le han impedido el cambio. Así pues, tomándose su tiempo y a su manera peculiar, Maragall ha demostrado que una decisión de fondo puede retrasarla, pero no enterrarla, so pena de enterrarse a sí mismo. Dicho lo cual, ¿cuáles son los motivos de esta remodelación? Como es bien sabido, las crisis de gobierno hacen suyo el famoso "antes de entrar, dejen salir" y siempre están más motivadas por aquellos a los que se quiere echar que por aquellos a los que se quiere fichar. Maragall -y su consejero áulico Nadal- querían echar a Salvador Milà y a Joan Carretero, y por el camino se libraban de una Caterina Mieras a todas luces con poca luz. El espacio escasea para analizar cada cese y nombramiento, pero señalo algo con celeridad: ya era hora que Mascarell asumiera la política cultural de este Gobierno; Jordi William apunta bien; lo de la presencia femenina es un desprecio a los compromisos de paridad, desprecio insostenible e injustificable, y lo de Salvador Milà ha sido una seria derrota del espíritu medioambiental de este Gobierno, derrota sufrida en manos de los intereses especulativos y urbanísticos. ¿O no sido ésta la pugna entre Nadal y Milà? Desde luego, la salida de Milà deja la credibilidad ecológica de este Ejecutivo en los puros huesos. Pero hablemos del pedrusco en el zapato que tenía Maragall con Joan Carretero. Si, como dicen todos los mentideros informados, Pasqual no quería verlo ni en pintura y consideraba imposible gestionar un referéndum durmiendo con su peor enemigo (estirabots contra ZP incluidos), la jugada le ha salido por la culata. No sólo mantiene en el Ejecutivo un miembro del sector duro de ERC, sino que, encima, incluye un motivo de desgaste político-judicial innecesario e incomprensible. Lo decía el editorial de EL PAÍS ayer, cuando aseguraba que una persona sometida a investigación del fiscal debía ser destituida y no promocionada. El nombramiento de Vendrell es un tour de force de ERC infantil, bastante primitivo y agresivamente provocador -aunque perfectamente explicable en términos de guerra interna republicana-, pero para Maragall es pura gasolina. Que un presidente lleve a cabo, en segundo intento, una remodelación a fondo de su Gobierno y que ello implique menos sensibilidad ecológica, menos presencia femenina y la presencia de un elemento desestabilizador que ha sido el centro de una polémica abrupta, no es precisamente ganar por goleada. Sin duda hay aspectos de la crisis que permiten el optimismo, pero los dos objetivos fundamentales que cabía desear se ven seriamente dañados: no parece reforzada la autoridad del presidente, cuando se siente obligado a comerse un inesperado e indigerible marrón, y no parece que mejore la credibilidad de su Gobierno, cuando se pierde por el flanco femenino, por el ecológico y por el político-moral. Pasqual se ha sacado de encima a Carretero, pero le han colado a Vendrell, que no sólo es más radical, sino que está mucho más cuestionado y, encima, está siendo investigado. Puede que este Gobierno sea más nuevo, lave más fuerte y augure ser más divertido. Pero lamento -y lo lamento- intuir que no va a lavar más limpio. No parece más estable, no resulta más creíble y, encima, es una perita en dulce para una oposición hambrienta. ¿Será aquello de la ley inmutable de la naturaleza que asegura que todo lo peor es susceptible de empeorar seriamente?

www.pilarrahola.com

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