No corras, papá
El sábado pasado, siguiendo las instrucciones de las autoridades de tráfico, me sumé al clandestino grupo de conductores que cumplen con el consejo de regresar a casa "de un modo escalonado". Me lo tomé tan al pie de la letra que volví dos días antes, a ver si así me daban la medalla al conductor más escalonado. Elegí, además, un horario poco conflictivo y libre de toda sospecha: las ocho de la mañana. Comprobé que, en efecto, casi no circulaba nadie y disfruté de la relativa satisfacción de no tener que sufrir las humillantes caravanas de las operaciones retorno. También pude comprobar que los peajes seguían siendo igual de caros que a la ida. Al circular por la autovía de Castelldefels, contemplé los elementos más visibles del modus vivendi desenfrenado de algunas bandas vagamente albano-kosovares de la zona y me pregunté por qué no ambientarán una serie de televisión de policías y maleantes en este paisaje tan fascinante desde la perspectiva audiovisual.
Cerca de Barcelona, siguiendo la estela de un reluciente monovolumen y respetando la distancia de seguridad, observé que nos acercábamos a uno de los numerosos paneles luminosos con los que las autoridades amenizan nuestro horizonte. El panel estaba apagado, pero de repente se le ocurrió encenderse. Eso debió de asustar o sorprender al monovolumen, que redujo su velocidad de un modo brusco y me obligó a dejarme parte de los neumáticos en un frenazo que tatuó el asfalto y, a continuación, a realizar un adelantamiento repentino por la derecha (infracción) para que ninguno de los dos acabáramos engrosando las trágicas cifras de muertos. Recuperado del susto, aunque con una justificada taquicardia que le dediqué a la madre del fabricante de paneles, me situé en el carril más lento y recé mentalmente a dioses en los que no creo para llegar a casa sano y salvo.
Antes de entrar en Barcelona, todavía me crucé con tres o cuatro paneles luminosos encendidos y tuve entonces la ocasión de leer el mensaje que, unos kilómetros antes, había estado a punto de acabar conmigo. Juzguen ustedes mismos: "Des de gener, 100 morts. No t'hi volem. Recorda-ho: volem que tornis".
En general, uno espera que los avisos tengan una funcionalidad objetiva: informar al conductor sobre una posible retención, unas obras, unas circunstancias meteorológicas extraordinarias, una manifestación inoportuna. En casos así, se agradece cualquier noticia que contribuya a prevenir. Pero ¿qué sentido tenía aquel mensaje? Asustar a los conductores en caso de encenderse repentinamente y, desde un punto de vista más filosófico, sermonearnos con la insufrible retórica que, dos días más tarde, desplegó el intimidatorio trío de mesías circulatorios formado por Pere Navarro, Rafael Olmos y Montserrat Tura. Esta estadística macabra no tiene ningún sentido y ese uso de la primera persona del plural es, además de absurdo, de mal gusto. "No t'hi volem", dicen, y uno se pregunta a qué lugar se refieren. "Volem que tornis", insisten, y uno siente su intimidad invadida y empieza a imaginar una multitudinaria recepción de bienvenida con burócratas y expertos en tráfico felicitándote por no estar muerto. Este estúpido mensaje es, pues, un elemento de distracción totalmente innecesario. Luego, una vez cerrados los plazos oficiales, empiezan la contabilidad y los análisis, pero la mala leche ya no te la quita nadie.
A veces da la impresión de que las autoridades sienten una extraña fascinación al comprobar que las cifras de accidentes coinciden con sus previsiones. Otras veces, en cambio, aciertan en sus análisis y nos ofrecen cifras pedagógicas y sin carga moral, como las que confirman que casi la mitad de los fallecidos no llevaban cinturón de seguridad. Luego está lo imprevisible: choques con cinco muertos, un camionero ebrio detenido, conductores que se lanzan en dirección contraria y que acaban causando una doble colisión. A todo eso, el trato que el conductor atento y consciente recibe de las autoridades suena a riña permanente. Los que cumplen con el escalonado y las normas de tráfico tienen que vérselas con señalizaciones de manicomio (reducciones imposibles de respetar sin provocar una colisión múltiple, bandas reductoras diseñadas para destrozar los amortiguadores), pensadas para gente que ya conoce perfectamente el terreno y no para los que deberían seguirlas para orientarse. Y si, al llegar a casa, se te ocurre encender la tele o poner la radio, puedes tropezarte con mensajes como el de la consejera Tura, que afirmó que Cataluña "tiene mejores indicadores de tráfico". Mejores que España, por supuesto, porque incluso en eso es necesario insistir en la comparación. El esfuerzo colectivo, que se traduce en medios y medidas, ha calado en los conductores mucho más de lo que se dice y también gracias al trabajo de las diferentes direcciones generales. Pero si un padre permite que su hijo conduzca sin carnet o vacile con una moto de juguete por una autovía más que transitada, los que merecen la riña, la multa, la prisión preventiva o un pasaporte al infierno son ellos, no los que, escalonadamente, tenemos que soportar veleidades totalitarias como ese mensaje inútil y, además, peligroso.
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