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Columna
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El olor del jazz

La cultura sufre una tendencia a la mineralización que a menudo dificulta a quienes se aproximan a ella advertir que es una cosa viva, palpitante, llena de savia, y que guarda más parentesco con el jardín que rodea a la estatua que con ese rostro de mármol que contempla al paseante desde lo alto. La literatura que hoy merece placas fue en su día la perorata de un anciano que buscaba distraer a sus nietos alrededor de una hoguera; la música que diseccionan los críticos sirvió para facilitar la digestión de un aristócrata lego en corcheas y semifusas, los desnudos atesorados en las pinacotecas rendían a sus dueños servicios más domésticos y húmedos que la elevación del espíritu. Víctima lamentable de esta enfermedad de la piedra ha sido el jazz. Todavía en 1959, cuando Cortázar redactaba Rayuela, ese arte marginal y libertino era sinónimo de juventud, de apertura de horizontes, y se oponía a los chaqués de las salas de conciertos como la blancura del folio se opone al papel pautado. En nuestros días, como efecto colateral de las alabanzas del propio Cortázar, de la euforia de los existencialistas y de mucha pose y foto en blanco y negro, el jazz es un objeto de vitrina y se le considera alimento para paladares exquisitos, aislado asépticamente del sudor y la peste a humo de los locales en que nació.

Pero aún existen irreductibles galos que no se resignan a esa pasteurización. Gente que, un poco a destiempo y mucho a contramano, considera que los bares no tienen por qué ser feudos exclusivos de la música disco y de los tambores tropicales, y que la llamada del saxofón todavía puede conmover algún tímpano en este mundo de metacrilato. Durante años, el Nayma fue prácticamente el único resquicio en Sevilla en que se permitía resguardarse a los damnificados del jazz: un café modesto, sin aspavientos, relegado a una bocacalle de la Alameda de Hércules, cuyos altavoces no hacían concesiones a los estribillos de moda y donde, de vez en cuando, podía gozarse de pistones en directo. Ahora, los dos jerezanos náufragos que habitaban esa isla han llevado más lejos su balsa y han abierto una sucursal en el extrarradio, a un tiro de jabalina de donde vivo. La filosofía de su nueva propuesta es la misma que la de la anterior: para gozar del virtuosismo del artista nadie tiene por qué pagar un boleto y resignarse a que un escáner registre su mochila. El jazz, como el cómic, como el cine y la novela negra, puede servir para que profesores de universidad engorden sus dietas y para cubrir páginas y páginas de reflexiones sesudas que pocos recorrerán sin la delación de un bostezo; pero su lugar está aquí, al pie de la calle, entre vasos con restos de cerveza y ceniceros sucios, entre personas que respiran y se rascan y tienen mal aliento y permiten que la melodía contamine sus conversaciones más triviales.

Jazz se titula también la exposición que en estos días el pintor sevillano Manolo Cuervo presenta en la galería Félix Gómez de la capital. Quien conozca sus obras precedentes y, sobre todo, quien se haya detenido frente al heterodoxo cartel que ha realizado para conmemorar las fiestas de la primavera de este año, sabe que el arte de Cuervo puede ser tildado de cualquier cosa menos de académico; sin duda, las alfombras de los museos se sentirían incómodas al alojar estas explosiones de color, esta histeria de formas y perfiles en que las estrellas de cine y las marcas publicitarias se mezclan con recuerdos de pinceles pretendidamente serios como los de Lichtenstein o Delaunay. Su última colección parece conducir a la misma desembocadura a que han arribado los responsables del café Nayma: al salpicar de acrílico y pegatinas la efigie de Dizzy Gillespie o estampar el rostro de Miles Davis en medio de una tela cubierta de churretes, sugiere que estos héroes de la modernidad que otros condenan a la lejanía del pedestal son seres cercanos, domésticos, de carne y hueso, y que ni ellos ni los sonidos a que dedicaron sus vidas merecen ser tratados con guantes. La respuesta al misterio de por qué ciertas artes se vuelven minoritarias y de por qué el público las contempla con un rictus de desconfianza se halla aquí: porque huelen demasiado a desinfectante.

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