Amanecer
Ciertamente no hay un lugar más adecuado para la obra de Juan Carlos Savater (San Sebastián, 1953) que la abadía de Santo Domingo de Silos, impresionante escenario histórico y espiritual. A quien conozca ya la dilatada trayectoria de este pintor, no será necesario explicarle que su inquieta obra, que ha palpitado y palpita a través de una experiencia vital en pos de entrever un sentido para la existencia, no ha dado nunca la espalda a la indagación formal, si bien, en su caso, algo mucho más excepcional en nuestra época, sin caer jamás en el mero formalismo. Esta advertencia es pertinente, porque la obra actual de Savater contiene otra sorpresa formal, que, de nuevo, surge del proceso espiritual en que ahora se halla inmerso.
JUAN CARLOS SAVATER
'Estrella matutina'
Abadía de Santo Domingo
de Silos. Burgos
Hasta el 3 de mayo
Los cambios, formales y simbólicos, en un proceso -progreso- espiritual no significan una alteración abrupta de perspectiva, sino en lo que se deriva de ir dándole vueltas, con otros destellos, a lo mismo. En este sentido, además de la actitud esencial, permanece en él su interpretación de la pintura como paisaje, en la medida, no necesariamente realista, de que ausculta la naturaleza como un medio cargado de elocuencia, cuyos visajes escudriña e interpreta.
También su capacidad pa-
ra sintetizar formalmente lo que considera como memorable. Ahora, por ejemplo, a partir de la idea astral o estelar del amanecer, que es un dramático juego de luces rasantes, pero también el símbolo del renacimiento, compone unas imágenes, donde el resplandeciente disco de irradiación cobra una apariencia metalizada -argéntea, dorada, rubicunda-, entre cuyos intersticios, no sólo apreciamos contrastes cromáticos también muy quintaesenciados, sino repliegues de siluetas insertas en un mismo primer plano.
No sé por qué, pero estos nuevos cuadros de Savater me evocan el mundo de Solaris, esa fantástica novela de ciencia-ficción de S. Lem, que dio origen a un par de versiones cinematográficas, una de ellas dirigida por Tarkovski, un artista de inquietudes muy semejantes a las de nuestro pintor. Pero esta cita no está movida sólo por esta afinidad espiritual entre ellos, sino porque el paisaje de Solaris bascula entre la forma metalizada de una estación orbital y el misterioso carácter orgánico del planeta incandescente que desde ella es observado. La confrontación entre la técnica y la vida como preámbulo a un mutuo encuentro decisivo.
Reconozco que, con esta parábola, quizá esté imponiendo una interpretación unilateral y, por tanto, reductora de unos cuadros, cargados de tanta enjundia material y conceptual. En cualquier caso, me atrevo a sugerir esta analogía para hacer más explícita la tensión y la intensidad que alumbran estas visiones pintadas por Savater, un artista coherente, solitario, plenamente imbuido de su misión y, por consiguiente, sin concesiones; en suma: un artista de verdad. Quizás estas condiciones le alejen de lo que hoy se considera conveniente, pero, enclaustrado en Silos, su poder de irradiación aumenta con un emocionante resplandor.
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