En torno a la toma de rehenes
Acostumbrado a pasar de lo concreto a lo general, Juan Urbano meditó, en un taxi que lo llevaba al aeropuerto, acerca de la noticia que leía en el periódico sobre un atraco con rehenes en una sucursal bancaria de Madrid. La historia era la de costumbre, estaba hecha con dos delincuentes recién salidos de la cárcel, unas cuantas personas retenidas a punta de pistola y policías que negocian la rendición de los asaltantes y entran en la sucursal despacio, sin armas, con las manos en alto y un Sigmund Freud en la lengua.
Al final, por fortuna, los salteadores se entregaron y no hubo heridos.
"Pero, ¿y nosotros?", se preguntó gravemente Juan, "¿Acaso los que tenemos una hipoteca y pagamos comisiones hasta por respirar dentro de una sucursal no podemos considerarnos también rehenes, sólo que en lugar de serlo de los atracadores lo somos de los propios bancos?" Sólo de pensarlo, se le aceleró el pulso y le empezó a crecer un King Kong en el pecho, de modo que se propuso serenarse y abrió el libro que leía, que era de Schopenhauer, hablaba del pensamiento único y en las últimas semanas le había puesto la cabeza un poco neoliberal.
De la noticia del atraco al banco había pasado, sin saber cómo, a la sensación de estar preso en la ciudad
Los atracadores se habían enrollado cinta adhesiva en los dedos, para cubrir sus huellas dactilares, y antes de rendirse, cuando aún creían tener alguna oportunidad de salir de aquel callejón sin salida, pidieron que les pusieran en la puerta un coche blindado con el depósito lleno de gasolina, para huir quién sabe rumbo adónde. "Si serán ingenuos", pensó Juan Urbano, que sabía de sobra que de un banco no se puede escapar, porque tu dinero trabaja para él y, si les provocas, se convierte en tu enemigo.
"Por otra parte", se dijo Juan, cuyo taxi acababa de meterse en el embotellamiento diario de la avenida de la Ilustración, "aunque les hubiesen dejado salir, no habrían llegado muy lejos". Si lo intentaban por carretera, al llegar a la M-30 y entrar en el laberinto de las obras y en esa especie de puré espeso que es el tráfico de Madrid, los hubieran cazado a pie. Si lo hubieran intentado por el aire, al llegar a la Terminal 4 de Barajas, entre retrasos, maletas perdidas y trenes transbordadores fuera de servicio, habrían perdido tanto tiempo que a los guardias les hubiera dado tiempo a desayunar y leer la prensa antes de echarles el guante. Y peor aún si hubieran pretendido evadirse usando el metro, porque les habría tocado el paro de los conductores y, sin apresurarse mucho, sus perseguidores les habrían pillado en el andén. O sea que ni modo, como dicen en México.
A Juan Urbano, tal vez porque esa mañana le goteaba Schopenhauer en la cabeza como una sotana húmeda en un tendedero, le entró cierta claustrofobia, puesto que de la noticia del atraco al banco había pasado, sin saber muy bien cómo, a la sensación inquietante de estar preso en la ciudad. Y esa idea, tal vez inspirada por el pesimismo del filósofo al que estudiaba desde hacía tiempo, le fue llenando de inquietud y agrandó en él esa sensación de que, en el fondo, todos somos rehenes y no tenemos fácil escapatoria. El tiempo pasaba rápido y el taxi iba tan despacio que se dio cuenta de que algo pasaba. La radio se lo dijo pronto: un autobús había volcado en la carretera de Burgos y había víctimas mortales. Juan se puso cómodo: iba a perder el vuelo, pero esa gran desdicha se volvió muy pequeña al compararla con el suceso dramático que acababa de oír. Lo irreparable tiene el poder de ponerlo todo en su sitio.
Pero también es cierto que cuando ocurre una desgracia y una capital como Madrid no sólo no es capaz de esquivarla sino que se detiene hasta la desesperación, uno se da cuenta de que una ciudad también es un ecosistema y, por tanto, las desventuras que se producen en ella son acumulativas.
Juan Urbano, que había parado su taxi en la zona de Puerta de Hierro, tardó en llegar a la Terminal 4 exactamente una hora y cincuenta minutos, aunque lo que más le angustió fueron las ambulancias que intentaban abrirse paso en medio del mar de coches para llegar hasta los heridos en el accidente. Que las autoridades sean absolutamente incapaces de solucionar el problema del tráfico supone que unos llegamos tarde a nuestras obligaciones y a otros llega demasiado tarde la salvación. Lo último es terrible. "Es que en el fondo todos somos rehenes", reflexionó Juan, "unos de los atracadores, otros de su banco y todos de nuestros gobernantes". Tenía que quitarse de Schopenhauer, y lo más pronto posible.
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