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Columna
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Nuevos vientos

Los derroteros del zapping me llevaron a presenciar 10 minutos del pregón de Semana Santa en Sevilla. No me resultó demasiado distinto del resto de pregones que había entrevisto en ocasiones anteriores: el fasto rancio de las autoridades, el olor a casa de viejos, el incienso requemado en los sahumerios, las flores agobiantes que parecían celebrar un duelo y la cantinela, la misma cantinela, se repetían una vez más. Aunque se sea muy adicto al género, basta con asomarse a uno de sus ejemplos para apurar el cáliz (y el símil viene a cuento) de todo cuanto puede ofrecer. Cristos enamorados de barrios periféricos, dolorosas que esperan el amanecer entre tantos lirios y azucenas que alcanzarían para masificar una floristería, devotos extasiados ante tallas con puñales parecen ser los ingredientes preceptivos de un discurso que cada cuaresma, sin sonrojo ni fatiga, copia el del año anterior. Los periódicos locales alabaron el esfuerzo del pregonero y se limitaron a señalar que ofreció un texto conservador. Doy fe: el fervor prescinde tediosamente de la originalidad. También, los críticos resaltaron las ovaciones que a cada momento interrumpían al orador y que estuvieron a punto de convertir el patio de butacas en una congregación de mancos felices. A mí se me ocurrió acordarme de una conferencia que, según relata en sus memorias, Pablo Neruda acometió en compañía de García Lorca en uno de aquellos ateneos idílicos de la República: borrachos de surrealismo, uno y otro iban quitándose la palabra y pronunciando frases alternas hasta que el público no entendía quién había dicho qué, por qué lo había dicho ni, sobre todo, qué significaba aquella extravagante pantomima de dos impostores metidos a poetas. Otros amantes del disparate ya les habían allanado el camino: Ramón Gómez de la Serna se hizo popular en Madrid después de improvisar una docta ponencia en un circo, desde lo alto de un trapecio. La verdad, no me imagino al pregonero sevillano piropeando a la Virgen sobre la cuerda de un funámbulo, y tampoco su auditorio le exigía esos sacrificios. Quería de él algo muy definido, acotado y con certificado de calidad: el pregón del año pasado.

El pintor Juan Lacomba se ha atrevido a diseñar para la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Carmona un paso que renuncia a la decoración churrigueresca, los dorados y las cornucopias que suelen saturar las calles de nuestra capital cada primavera. He visto el proyecto sobre el papel y uno tiene la impresión de que Jesús arrastrará su cruz sobre un fuera borda último modelo o un bolso de Ouke Lele para una película de Almodóvar: sin talla, con una canastilla en color rojo almagra (el de las discotecas) y maniguetas de cristal a modo de obelisco, la propuesta de Lacomba lleva el mundo del tuning a las cofradías y rompe con 400 años de moldes reiterativos. Celebro con una sonrisa en los labios que por fin alguien se atreva a sacudir a la imaginería andaluza del sopor en que vive aislada desde el fin del Barroco. Mucho me temo, sin embargo, que estas fantasías no despertarán el mismo entusiasmo entre la gran mayoría de los fieles. Por desgracia, y ojalá me equivoque, nunca veremos a los nuevos vientos alborotar los cabellos de María Magdalena y no disfrutaremos de estaciones de penitencia con un crucificado cubista o una Santa María descompuesta en alambras y placas, como los móviles de Alexander Calder. Me pregunto por qué. Parece como si la fe desconfiara del presente, como si intuyera de algún modo asustadizo que los nuevos materiales y las formas alternativas de representar el espacio minan el derecho a sostenerse en lo sobrenatural, como si temiera descubrir que el padrenuestro resulta ocioso en un mundo en donde para pedir ayuda y consuelo es más útil acudir al teléfono móvil. No soy de esos marxistas mostrencos que postulan que la religión es el opio del pueblo y que la vida sería mejor sin ídolos, porque mientras existan piernas se necesitarán báculos. Por eso me parece que la obligación de los dioses es estar aquí y ahora, entre quienes los necesitan, y vestir ropajes de calle y no disfraces de función de fin de curso. Al fin y al cabo, creer es confiar en el mañana.

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