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Crítica:POESÍA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un campo de ceniza

El primer libro de Guillermo Carnero (Valencia, 1947) mostraba ya el catafalco barroco en que se descomponen los anhelos humanos y su representación artística. La riqueza ornamental y su elegante enunciación lírica no ocultaban la oquedad terminal de Dibujo de la muerte (1967), apenas embozada tras la exuberancia de rasos, cornucopias y molduras. Procelas existenciales y derivas estéticas lo condujeron a una poesía que evidenciaba la sima insalvable entre la realidad y el lenguaje (El azar objetivo, 1975), cuyos meandros ensayísticos desactivaban todo patetismo. Cuatro décadas después, Carnero traza otro "dibujo de la muerte" en Fuente de Médicis, último Premio Loewe. El volumen cierra la trilogía iniciada con Verano inglés (Tusquets, 1999), biografía erótica aligerada por los cendales de la pintura -que recibió los premios de la Crítica y Nacional de Literatura-, al que siguió Espejo de gran niebla (Tusquets, 2002), cuya simbología acuática certificaba la clausura del amor, embalsamado en la mortaja de la escritura.

FUENTE DE MÉDICIS

Guillermo Carnero

Visor. Madrid, 2006

48 páginas. 8 euros

Fuente de Médicis establece un diálogo entre el poeta envejecido y la escultura de Galatea que adorna una fuente del parisiense jardín del Luxemburgo. El autor es un homo melancholicus "condenado a vivir en el recuerdo / y esperar el alivio de la muerte". Símbolo desde Ovidio de la belleza intemporal, Galatea canaliza la otra voz del poeta, a quien recuerda que él también tuvo un verano en que gozó de una "hermosa criatura, / mucho más que los versos que le escribes, / a la que heriste y renunciaste".

Las añagazas del arte para

suplir la vida, y las de la memoria para presentarse como un remedo triste de la felicidad pasada, son desmontadas por el poeta ante Galatea, quien le empuja, solícita, a solazarse en el recuerdo de la dicha, a buscar un nuevo amor, a adormecerse en el reparador olvido, a solicitar el perdón a la mujer abandonada, a aceptar, en fin, la realidad inhóspita. Frente al idealismo trágico del poeta, desgranado en endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos grávidos y majestuosos, Galatea desvela la incompatibilidad entre la existencia plena e inconsciente, pasión de los fuertes, y la hermosura incontaminada del arte con que se embriagan los débiles, cuya perfección "no concierne a la vida": la belleza ideal se degrada en las mellas y muñones de su figuración escultórica, con el cuerpo cancerado por el mal de la piedra, las órbitas oculares vacías, el óxido avanzando entre el verdín y el hielo, las flores pútridas cabeceando sobre las aguas negras de la fuente.

El confesionalismo del libro conmociona a un lector que aún asocia a Carnero a sus antiguos desvíos y reservas sentimentales. Otros coetáneos -y compañeros suyos en Nueve novísimos poetas españoles (1970), la celebre antología de José María Castellet- también han abierto recientemente las esclusas del pudor, como José María Álvarez en Sobre la delicadeza de gusto y pasión (Renacimiento, 2006), o Pere Gimferrer en Amor en vilo (Seix Barral, 2006), pero la sinceridad del primero es descongestionada por el exhibicionismo de su postura, y la del segundo por el manierismo retórico y la máquina de rimar. Aquí, sin embargo, la ostentación anecdótica es mínima, y los versos adoptan una linealidad lapidaria y predecible.

Replegado todo alarde for-

mal, el fraseo del poema es de una rara naturalidad -valga el oxímoron-, que absorbe sin dificultad los ecos de Garcilaso o Montemayor, de Shakespeare, de Góngora. Lejos de incitaciones centrífugas, las contadas imágenes son mero instrumento del discurso conceptual. Así que nada de irracionalismo ni de calambres oníricos; nada, tampoco, de escorzos psíquicos, ambigüedades, reticencias, bizarrías. Tras renunciar a un amor irrefutable ("Mi alma está cortada a su medida", dice el autor con Garcilaso), Carnero se remonta desde la posmodernidad hasta el venero del Romanticismo para delatar el cúmulo de derrotas vitales, el refugio mendaz del arte y el simulacro de los cuerpos hermosos: "Los encontré pintados, esculpidos / o en el fraude de un soplo de palabras; / y he cruzado mi tiempo hasta llegar / de nuevo a este jardín, con las manos vacías". La poesía gana porque el poeta (el hombre) ha perdido. El resultado es un libro excepcional con un corolario descorazonador.

Guillermo Carnero (izquierda) y Joaquín Pérez Azaústre.
Guillermo Carnero (izquierda) y Joaquín Pérez Azaústre.EFE

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