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Columna
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Crucero

GRADY MCNEIL, joven hermosa y bastante despierta, aún sin cumplir los 18 años, hija de un multimillonario neoyorquino, se encuentra, totalmente pirada, sincerándose con una maternal negra, en los lavabos de un tugurio de la calle treinta y pico este, a la que le dice sobre su amante, un apuesto guardacoches, buen chico pero sin un duro, llamado Clyde Manzer: "¡Me ha regalado una mariposa envuelta en un papel de caramelos de menta y se ha herido por mí!". Semejante declaración de amor es el colofón de una tórrida historia erótica en el asfixiante verano de Nueva York, durante el cual Grady, aprovechando que sus padres están de crucero por Europa, no sólo intima con este joven hortera, de paupérrima familia de judíos inmigrantes, sino que, un poco a lo loco, se casa con él. Las cosas podían haber acabado ahí si la arrepentida Grady hubiese permanecido en casa de su hermana mayor, en la localidad veraniega de East Hampton, esperando el regreso paterno y sus consiguientes buenos oficios para arreglar el desaguisado adolescente; pero el tenaz Clyde la localizó en su refugio y se presentó ante ella con el envoltorio mentolado y el nombre de su amada grabado malamente en una de sus muñecas. Lo suficiente para regresar con él en un maldito viaje al fondo de la noche.

Perdido el manuscrito de esta novela corta durante años, acaba de publicarse de forma póstuma, por decisión del albacea testamentario de Truman Capote (1924-1984), su autor, con el título en castellano de Crucero de verano (Anagrama). Según nos cuenta el albacea en un epílogo de esta edición, nadie sabía de la existencia de este relato juvenil de Capote que, en su decadente etapa final, no paraba de afirmar que trabajaba en una larga novela inexistente, que titulaba Plegarias atendidas, cuya concienzuda búsqueda resultó obviamente frustrante. Sea como sea, olvido impremeditado por parte de su autor o malévola broma del que se guarda un as en la manga para el final de la partida, Crucero de verano es, a mi juicio, una poética historia, maravillosamente narrada por el príncipe de los desclasados, al que le gustaban sobremanera las cuitas de los descarriados adolescentes intentando inútilmente saltar las infranqueables barreras que separaban las clases sociales.

En un momento, cuando la secreta recién casada Grady acude al modesto hogar de su marido y ha de enfrentarse a una suegra, que todavía no sabe que lo es, se fija en el parco mobiliario de esta casa y, en particular, en las ridículas figuritas que se posan sobre el desvencijado aparador, al parecer muy apreciadas por los miembros de la familia. Fue entonces cuando pensó en la diferencia entre su propia familia potentada y la de los Manzer, que entendían la vida de otro modo, porque no habían sido educados para las ventajas: "La compensación estaba en su mayor apego a lo que poseían, y para ellos, sin duda, el ritmo de la vida y de la muerte resonaba en un tambor más pequeño pero más concentrado". He aquí lo que un salto poético en el vacío le puede producir a una lista adolescente cuando sus padres se relajan durante el ocio estival.

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