Un análisis marxista
Silvio Berlusconi tiene razón: el marxismo está muy vivo y merodea por los alrededores de su casa, con la olla de hervir bebés en una mano y la hoz expropiatoria en la otra. Ayer el marxismo se adueñó de San Siro, el estadio que el Inter comparte con el Milan berlusconiano, y habrá que regar con zotal el césped para que el pobre Cavaliere no sufra un ataque de alergia la semana próxima.
El Villarreal compareció en la catedral del calcio con las hechuras de un clásico equipo marxista-leninista de línea dura: un secretario general infalible que sólo responde ante la Historia (Riquelme), un comisario político que vela a patadones por la ortodoxia revolucionaria (Peña), un ideólogo perfectamente razonable (el técnico Pellegrini), una ala extremista enloquecida y secretamente reaccionaria (José Mari) y un trotskista infiltrado que trabaja para el enemigo (el portero Viera).
La ventaja del viejo comunismo consiste en que no permite perder la esperanza, gracias a todo aquello del cuanto peor, mejor. Es sabido que las condiciones objetivas para la victoria se crean con un gesto audaz, que las masas seguirán a la vanguardia del proletariado y que la victoria es el resultado ineluctable del mecanismo científico que mueve la Historia. El Villarreal, en fin, no murió en Milán. Al contrario, quedó bastante vivo y pudo volverse a casa con la esperanza de que la lucha final, agrupémonos todos, le proporcione el éxito que siempre espera, por que se lo merece, el honesto proletariado. El partido de ida dejó entreabiertas las puertas del Palacio de Invierno.
El Inter tiende a otra clase de marxismo, el que reconoce sus fundamentos ideológicos en Sopa de ganso. Aunque Roberto Mancini aporta su variante personal: si el bello Roberto hubiera sido el director artístico de los hermanos Marx, en lugar de técnico del Inter, todos los chistes los habrían contado Zeppo y Gummo, esos hermanos tan graciosos a los que el pesado de Groucho condenaba a una injusta y desviacionista marginación.
Llega un momento en la vida en que uno se pregunta qué pinta Cesar en una eliminatoria europea, o por qué a un jugador diestro como Stankovic le da tanto repelús jugar por la derecha, o por qué uno de los clubes más ricos de Italia se enreda con un señor como Wome, o cuánto ganaría el juego de Oba Oba Martins si no se cayera a cada paso.
Luego queda la cuestión de la melancolía de Adriano. Ayer al menos marcó, lo que aconseja aplazar el debate sobre la crisis adriánica hasta la próxima reunión del politburó. En último extremo, el juego del Inter es disciplinado y ortodoxo en su línea de fútbol dadaísta, y mantiene fidelidad a la vieja e inmarcesible proclama marxista-grouchista: "¡Estos son mis principios! ¡Y si no le gustan, tengo otros!".
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