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Columna
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Antiguallas

Rosa Montero

Ya lo escribió el otro día la estupenda Sol Gallego, quitándome las palabras de la boca: éstos de ETA son una antigualla. Yo no sé si desaparecerán en esta ocasión, pero lo que es seguro es que terminarán por autodestruirse, porque no se puede ser tan absurdo y tan paleto. Esa foto de la lectura del comunicado, en la que se les ve a todos vestidos de negro, con capuchas blancas como del Ku-Klux-Klan y unas chapelas oscuras inenarrablemente caladas sobre las caperuzas, parece el cartel de una película bufa de terror, algo así como Los colegas de Freddy, entrega II (puede que en el próximo retrato oficial se pongan cuchillas en las uñas). Qué diferencia de aquella otra foto tomada cuando los poli-milis de ETA declararon que abandonaban la lucha. Estaban todos tan normales, a cara descubierta, sin escenografías truculentas de hachas con serpientes enroscadas. Han pasado veintitantos años de aquel día, pero los polimilis del retrato parecen mucho más fiables, más atractivos y más modernos que estos tipos estrafalariamente vestidos de Halloween.

No alcanzo a entender cómo hay gente que sigue apoyando los nacionalismos exasperados, cuando son unos movimientos tan rematadamente antiguos y demodés. Tomemos, por ejemplo, a los de ERC, que han llegado a los departamentos que controlan de la Generalitat como si se trataran de una huerta propia. Y así, han establecido que dirigentes y empleados deben dar un porcentaje de su sueldo para el partido, y además invitan a inscribirse como simpatizantes a todos los currantes no afiliados. Esta bonita maniobra, este modelo de gestión política y administrativa, en fin, se parece demasiado al caciquismo más arcaico, una lacra vetusta que yo creía que la democracia estaba eliminando. Pero no, quedan estas islas de primitivismo ultranacionalista, de añoranza retrógrada. ¿Qué mérito tiene el haber nacido en un lugar u otro por pura chiripa? Yo misma preferiría ser canadiense, por ejemplo, si no fuera por esas miserables matanzas de focas que organizan. En el mundo cada vez más pequeño del siglo XXI, ser nacionalista furibundo es una cosa tan rancia y tan ridícula como llevar peluca empolvada y miriñaque.

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