_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La novia de Mircea Eliade

Mircea Eliade y Mihail Sebastian se pelearon hace una eternidad por una novia por las calles de Bucarest, ahora magníficamente primaverales en su único mosaico de joyas e inmundicias arquitectónicas que es el Bucarest que legó el hooliganismo del sátrapa comunista más agrario, aquel Nicolae Ceausescu, mecenas que aún recuerdan con cariño algunos comunistas españoles, siempre todos en la vanguardia de la historia. La pequeña París balcánica muestra con discreto orgullo toda la riqueza que, increíblemente, logró sobrevivir al fanatismo, la ideología, el resentimiento, la incultura, la desidia y la miseria resultante, y en algunas esquinas y plazas, como junto a la Facultad de Arquitectura o la Plaza Real, marca con orgullo aún algo estupefacto los lugares donde fueron asesinados estudiantes rumanos en aquellos días de diciembre de 1989.

Por allí en los años treinta, entre paseos con perros elegantes, lecturas muchas, conspiraciones en las redacciones y en los cuarteles y juergas hasta el amanecer, el joven Eliade se llevó al huerto a la señorita, humilló a un Sebastian enfermizo, pronto se alejó del colega cuando los amigos judíos no venían al caso entre camaradas de la Guardia de Hierro, publicó mucho y bien, emigró cuando las cosas se torcieron y publicó más y mejor, llegó a octogenario, norteamericano, rico, filósofo y erudito venerado. Sebastian estaba asustado y se lo había dicho a Eliade. Éste le consoló mucho tiempo, le amonestó por catastrofista y agorero. Y aseguró que todo iba bien. Sebastian se quedó sin novia, sobrevivió viviendo como un perro y milagrosamente al nazismo rumano y cuando éste cayó y lleno de ilusión iba a poder publicar su obra y abrirse al mundo con un alma limpia, y no como Eliade cómplice de los mataderos, murió atropellado en una calle en pleno Bucarest por un camión del Ejército rojo. El resultado es conocido: a Eliade, al matón con novia, el mundo lo venera con razón por su ciencia sobre el tantra, mientras los diarios de Mihail Sebastian, sobrecogedores y cuajados de sabiduría y amor, en España han vendido unos cientos de ejemplares. Tampoco es ilógico que Pericles Martinescu, amigo de juventud de ambos, muerto nonagenario hace poco, no interese con sus relatos escalofriantes Siete años como setenta de los diarios de 1948 a 1955, en los que, sudando de miedo, escribía para no volverse loco y después enterrar los folios en el jardín. Si en años anteriores la horda fascista rumana convirtió mataderos, estaciones y fábricas en infiernos en los que, de haber podido, los judíos habrían suplicado ir a Mauthausen, pronto la idea de progreso había cambiado de bandera y eran, salvo algunos dirigentes, los mismos los que mataban, violaban y robaban. Humanos todos, caro Primo Levi.

En una de las bellas callejas por las que a Sebastian no gustaba encontrar a Eliade con su novia, en Planterul 21, dirige el New Europe Collage un hombre tan inverosímil como los anteriores. Es Adrian Plesu. Ha hecho política en Rumania sin perder el alma ni la dignidad. Para muchos es el Vaclav Havel rumano, para otros un puro milagro. Pero el caso es que él ha conseguido, con esta institución, con el Instituto Cervantes, el Instituto Goethe y otras organizaciones, en el marco del Pacto de Estabilidad de Europa Suroriental, formar plataformas para debatir en Rumania sobre política, futuro, moralidad y víctimas. Nada menos. Decía ayer el gran Ivan Zvonimir Cicak, agitador contra los asesinos y sus socios, que sociedades que crecen en la obediencia nacionalista, en la humillación y el miedo no se recuperan si no perciben un acto de justicia, de inflexión correctora, que las vuelva a encajar la vida. Estarán enfermas siempre y, si no siempre abocadas a la guerra abierta, sí condenadas al miedo y al despecho. Si la vida nos reproduce la pugna de la novia de Eliade, es mejor morir solo. Porque triunfará el totalitarismo por colorida que sea su bandera.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_