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"Cuando entonces..."

ME VAN a permitir que utilice el título de su penúltima novela para evocar algún recuerdo personal, pues fue sólo en 1994, con la muerte de Juan Carlos Onetti en Madrid a los 85 años, cuando sentí de verdad su ausencia como algo físico, y la lamenté como verdaderamente un hueco, en carne viva, pues pude haberle tratado mucho más de lo que lo hice, ya que colaboré estrechamente en su presencia entre nosotros, después de haber tomado contacto con alguno de sus libros, La vida breve, en una noche de insomnio de principios de los años setenta, que se interrumpió a las cuatro de la madrugada, cuando todavía febril y despierto llamé a Félix Grande -otro insomne- para decirle que estaba leyendo una obra maestra.

Después, y antes de su venida a España, cuando ya la conocí algo más, pronuncié una conferencia sobre su obra en el entonces Instituto de Cultura Hispánica, con la ayuda de Luis Rosales y el ex embajador en Uruguay y director del organismo señor Tena Artigas, que fueron los que más decisivamente intervinieron en facilitar la entrada de Onetti en nuestro país, inspirada en un capítulo de mi libro -páginas 121-131- Lenguaje y violencia (1972), una introducción a la nueva novela iberoamericana entonces vigente y hoy superada (por lo que no puedo atender algunas peticiones de ejemplares que todavía me llegan). Poco después, en un banquete multitudinario me tocó estar sentado justo entre Rosales y Onetti, que eran muy amigos y se apreciaban mutuamente -el primero, que era muy católico (y favoreció la concesión al segundo del Premio Cervantes), estaba empeñado en "convertir" al supuestamente nihilista Onetti, y entre las brumas y bromas del alcohol se inclinaba sobre él para que confesara que creía en Dios a pesar de todo, a lo que el uruguayo respondía con su imperturbable mutismo habitual. Para salvaguardarme intervine diciéndole, "que sí, que Onetti creía, pero que su Dios no era el mismo, que no era todo lo buena persona como Rosales creía". Y poco después, hablando en un taxi que nos llevaba a su casa, y cuando yo presumía de la precocidad de mi niño, que tenía unos cinco años, le conté que, según me había dicho, estaba a punto de demostrar "científicamente" (fue su expresión) la inexistencia de Dios, me respondió a bote pronto: "Pues dile que se dé prisa, che, por favor".

Onetti adoraba a los niños, y hasta se defendió frente a la acusación de "lolitismo" (de posibles influencias de Nabokov) en alguna de sus primeras novelas, que había rastreado algún crítico por lo que había tomado perfectamente en serio aquella anécdota infantil. Fue su lamento por la pureza perdida de la infancia, que se iba a cumplir inexorablemente una vez más. Luego dejé de verle, sólo nos comunicamos por teléfono alguna vez y nunca lo he lamentado tanto como cuando murió, ya lo he dicho.

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