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Columna
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Los riesgos ocultos

Hablando de disfraces, habrán detectado en algunos políticos cierta púdica resistencia a ponerse el casco cuando visitan obras, así que se pasean volteándolo en la mano cual vaqueros en el rodeo. La pura estampa de la despreocupación; una imagen que, difundida por tierra y aire, ayuda bien poco a las campañas contra los accidentes laborales. Por otra parte, y lo mismo que en Valencia tuvimos bula de carne hace un viernes para que la paellita fallera no resultara más pecaminosa de lo estrictamente necesario, también se pudo observar, durante todas las horas que la tele autonómica dedicó al evento (muchas, muchísimas), cómo los individuos agarrados al armazón de la Virgen para incrustar las flores ofrendadas iban exentos de arnés y confiaban más en sus habilidades simiescas (y quizá en el sagrado manto) que en protecciones homologadas. A la caza del ramo volador y con frecuencia escurridizo. Jugándose la crisma. A pelo. Y con un par (de meninges inutilizadas).

Hablando en serio, los accidentes laborales siguen siendo un escándalo, pero hay otros peligros de los que todavía ni siquiera se habla. Ya en 1700 un médico llamado Bernardino Ramazzini recomendaba a sus colegas añadir, a las clásicas preguntas establecidas por Hipócrates, una más: ¿Cuál es su ocupación? Pues mira por dónde, es que eso aún no se hace, y a no ser que una sierra te desprenda un brazo o te despeñes del andamio, todavía parece una quimera la necesidad de identificar y cuantificar las enfermedades profesionales; y por ende, todavía resulta más difícil prevenirlas.

He intentado consultar estadísticas, y prácticamente no las hay. Apenas algunas aproximaciones, que dicen que el 20% de las bajas laborales consideradas por enfermedad común se deben a patologías derivadas del trabajo. Y que más del 83% no están incluidas en los registros. No es necesario recurrir a la trágica memoria de Ardystil, o a la enfermedad del calzado, o a la devastadora silicosis de los mineros. Por aquí nos ganamos (y nos jugamos) la vida en pequeñas y medianas empresas de sectores tradicionales que emplean maquinarias o materiales dañinos: disolventes del calzado, productos químicos, polvos y fibras textiles, polvos de la madera, sílice y amianto en la construcción... Muchos de ellos son demostradamente cancerígenos, pero la mayor parte de sus efectos nocivos se podrían evitar con relativa facilidad...

O al menos detectarlos precozmente. Sin embargo, va a ser casi imposible que esto se haga en una consulta rutinaria en la sanidad pública, siempre a contrarreloj y con facultativos a quienes no se ha ofrecido formación específica. Ni en la asistencia primaria, ni siquiera en la hospitalaria, se suele incluir en las historias clínicas el dato que el antiguo sabio consideraba fundamental: ¿en qué trabajas? Quizá si así se hiciera podríamos extraer interesantes conclusiones sobre patologías músculo-esqueléticas, oncológicas, pulmonares (que se sabe son las más abundantes)... ¿Y cuál es la realidad de las revisiones médicas de las empresas, con ese autobús que igual aparca frente a la envasadora de refrescos que junto a la oficina de seguros? Pues café para todos: estire el brazo, sople aquí... ni análisis toxicológicos, ni coordinación entre higienista y médico... ni estudios de incidencia. Pero no hace falta saber de epidemiología para darse cuenta de la enorme cantidad de sorderas que se dan en los pueblos donde durante décadas se ha trabajado el metal o el textil; o ver las columnas deformadas por coser en casa. Es lo que tienen las contratas, subcontratas, mezcolanza de intereses en las mutuas... Y es lo que tienen de "prudentes" muchos médicos de empresa que no se quieren enemistar con quien les puso en nómina.

Porque las consecuencias económicas de que una enfermedad sea declarada profesional son importantes. Quien la padece goza de beneficios salariales, en tratamientos y controles... Para la empresa constituye una fuente de gastos, así que la mayor parte de las veces esta declaración hay que pelearla en el juzgado. Son tantos los riesgos ocultos que para preservar la salud, u obtener compensación por su pérdida, no basta con ampararse en la Mare de Déu.

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