Electores lejos de los elegidos
El 94% de los españoles no se ha dirigido nunca al diputado de su provincia ni del partido al que votó
Qué tipo de participación se le pide al elector español? Básicamente, que vote por "una preferencia política y no por el candidato más preferido para ejercer las labores de representación", resalta la Fundación Alternativas -dirigida por Nicolás Sartorius- en el documento difundido recientemente con propuestas de cambios del sistema electoral.
La idea de que en las elecciones generales se elige al presidente del Gobierno se corresponde mal con el sistema real. El votante no tiene reconocida la capacidad de elegir personalmente al que lo representa. El documento citado recalca "la ausencia de mecanismos para premiar o castigar la actuación de un diputado". El elector ha de limitarse a castigar a su partido al 100%, votando a otro o engrosando la abstención, si no le gusta una persona determinada.
La desconfianza hacia los partidos no impide que el 73% diga que sin ellos no hay democracia
En los primeros tiempos de la democracia, la utilización de las listas cerradas y bloqueadas por los partidos políticos fueron justificadas en función de la inexperiencia de los ciudadanos: se trata de un procedimiento muy sencillo. Veintinueve años después, el debate es otro. La adhesión a los partidos se ve superada por la que suscita la sociedad del ocio: sólo el 3% de los ciudadanos se reconoce miembro de alguna organización política, muchos menos de ese 14% que forma parte de clubes deportivos o el 10% que participa en asociaciones culturales, según la investigación del CIS elaborada en enero de 2005.
"La política", en abstracto, interesa apenas a tres de cada diez personas. Sin embargo, el 73% de los ciudadanos se muestra de acuerdo en que "sin partidos políticos no hay democracia". Poder votar sigue siendo un acto muy valorado. Y si se pregunta a los ciudadanos cuál es su grado de interés por la actividad de las instituciones políticas, resulta que al 54% le interesa "mucho o bastante" lo que hacen los ayuntamientos; al 49%, las comunidades autónomas, y al 45%, el Gobierno.
La contradicción reside en que los partidos constituyen la parte más frágil del tinglado político, pese a su carácter de intermediarios entre los ciudadanos y los centros de poder. La confianza media en los partidos resulta claramente inferior de la que suscitan las Fuerzas de Seguridad del Estado (casi siempre a la cabeza de las valoraciones en las encuestas), las organizaciones no gubernamentales y los sindicatos.
Todavía más llamativo: los partidos inspiran más desconfianza que las instituciones políticas (ayuntamientos, gobiernos autónomos, Gobierno central, Congreso de los Diputados) cuyo personal están encargados de preseleccionar. Una mayoría absoluta de españoles cree que los candidatos a diputado se meten en política "por el poder y la influencia que se obtiene a través del cargo", frente a sentimientos más minoritarios que reconocen intenciones idealistas o la convicción de contribuir a resolver los problemas del país, según la investigación citada del CIS.
¿Cómo se explica la confianza en la democracia como sistema, pero la desconfianza hacia el sistema de partidos? La primera explicación puede ser la mala relación entre aquellos que se ha enquistado en España. Cuatro de cada diez ciudadanos creen que los partidos sólo sirven "para dividir". Pero otra razón clara, a juicio de muchos de los críticos del sistema electoral, es la lejanía entre votantes y elegidos. Por ejemplo: el 94% de los españoles jamás se ha dirigido a un diputado, ni de su circunscripción, ni del partido al que votó.
Ciertos espíritus creen que la política sería más humana si los partidos renunciaran a sus férreos corsés disciplinarios y se acercaran más a los ciudadanos. Para los críticos, las listas de candidatos en bloque constituyen el principio del mal. El cambio más drástico sería dividir el territorio en numerosos distritos más pequeños que las actuales provincias, incluso uninominales; pero trazar un nuevo mapa, a efectos de escrutinio, provoca encontronazos en las comunidades autónomas que lo pretenden para sus propias elecciones. Por descontado que unas elecciones disputadas entre candidatos individuales cambiarían la relación interna en los grupos parlamentarios, porque cuando el elegido -o aspirante- se la juega personalmente ante los electores y no va insertado simplemente en una lista de nombres (como ocurre ahora), el diputado gana en autonomía. No faltan tampoco los que señalan mayores posibilidades de corrupción, ante la necesidad de conseguir fondos para lograr la elección.
La propuesta citada de la Fundación Alternativas elude estos peligros. Partiendo de la apuesta por un valor más igualitario de los votos -como se explicaba en el capítulo publicado ayer-, esta pequeña fábrica de ideas sugiere conservar el sistema de listas de partido, pero permitiendo al elector que tache algunos de los nombres propuestos. "Se suele acusar al sistema de listas abiertas de favorecer las disputas internas en los partidos por luchar por el favor de los votantes", se lee en el documento de referencia.
Los partidos corren riesgos internos cuando las listas permiten a los votantes ordenar a los candidatos como les parezca; pero en la propuesta aludida, lo único que cambia sobre las listas actuales consiste en presentar algunos candidatos más de los puestos que deben cubrirse en cada distrito, de manera que los votantes puedan eliminar a los que no les gustan.
Se trata, por tanto, de una corrección moderada, de alcance limitado respecto al férreo sistema de reglas en vigor. Otros expertos -José Ramón Montero y otros- ponen de relieve el escaso uso que han hecho los votantes de la libertad de confeccionar la candidatura al Senado, sin que los resultados electorales en esta cámara cambien apenas respecto de los que se producen con listas cerradas y bloqueadas para el Congreso.
Otra propuesta es la de Miguel Satrústegui, profesor de Derecho Constitucional. Se trata de organizar las elecciones en distritos uninominales, manteniendo al mismo tiempo unas listas de partido. El elector tendría dos votos, uno para escoger entre las candidaturas de partido y otro para respaldar al candidato que prefiera en su distrito. Este procedimiento elimina las listas cerradas y bloqueadas. La atribución de escaños se hace en proporción al respaldo obtenido por las listas de cada partido, pero las personas a las que se entregan los escaños tienen que haber salido ganadoras en algún distrito.
Al final, un proceso de apertura de listas y de mayores dosis de "personalización" de las elecciones suele conducir a la tensión entre dos estereotipos: el del profesional de la política y el de la celebridad. El salto de la celebridad a la política ha tenido menos éxito en Europa -Silvio Berlusconi representa la excepción- que en Estados Unidos, donde las celebridades forjadas en acciones sociales importantes, en pasados bélicos o en una carrera de actor -como el presidente Ronald Reagan o Arnold Schwarzenegger- tienen cierto éxito al saltar a la política.
A los partidos políticos españoles no les gustan mucho las celebridades: Baltasar Garzón, popular como juez, pudo hacer una incursión muy corta en la política cuando apareció en una lista electoral encabezada por Felipe González.
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