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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'Hamlet': todavía no

Marcos Ordóñez

Siempre es un placer volver a Elsinor y recuperar la agradable sensación de pasearse como un gusano por un roquefort. Esta vez cuentan la historia desde el Arriaga, un teatro muy adecuado, muy grande y muy regio (o sea, muy bilbaíno), aunque a ratos cuesta un poco enterarse de lo que dicen. Lluís Pasqual es el encargado de desentrañar la madeja, que anda aquí un poco alicorta por los tajos, para que quede en dos horas y media, y porque acaban de empezar, y esa cerveza negra tiene una fermentación lenta. El Hamlet de Pasqual está muy cercano al de Brook: en el ritmo, en el despojamiento, en el humor, y en la sorprendente falta de emoción. Para Elsinor, al escenógrafo Paco Azorín le basta y le sobra con unas escalinatas a lo ancho y una cortina, preciosa, de terciopelo negro veteado de plata. Lo mejor del espectáculo, pues, es su renuncia a los clichés habituales de la seudomodernidad. Bueno, no enteramente. Al principio salen los centinelas con pasamontañas, digo yo que porque en Bilbao hace fresco, y también hay metralletas y pistolones, que de poco sirven: no hay más tu tía que tirar de espada y daga para el duelo final, montado como Will manda. Eduard Fernández es Hamlet. Muy buen actor, muy entregado, muy generoso, con sus arrebatos febriles y sus tics, que los tiene: una naturalidad un tanto afectada, calculada, pero con grandes embestidas teatrales. Es la línea marcada por Pasqual lo que me desconcierta. Hamlet/Fernández arranca en el más puro estilo Aurora Bautista, quizá para mostrar que ya está tocadito. Larga el "ser o no ser" con un cigarrillo en la mano, como Closas haciendo La vida en un bloc. (Posible metáfora: el tabaco te deja tan mondo como la calavera de Yorick). Luego se disfraza de castañerita medieval, y durante La Ratonera juega a Boris Izaguirre, en plan maestro de ceremonias locuelo, y en el pasaje de Polonio y los gusanos imita a Rodríguez de la Fuente. A lo mejor el cigarrillo no era de tabaco, yo qué sé. Todo esto es muy chistoso, pero el lado intelectual, de máquina de pensar, se va a hacer puñetas.

A propósito de Hamlet, dirigido por Lluís Pasqual en el Teatro Arriaga de Bilbao

El Hamlet de Eduard Fernández es un chaval de barrio, y cuando saca el libro no piensas en el Tractatus ni en los ensayos de Montaigne, sino en un tomo encuadernado del Teleprograma. No parece que le obsesione mucho el lío familiar, y eso que Aitor Mazo, la sombra paterna, clava su mensaje e impone lo suyo, aunque, se me olvidaba, le vistan de John Wayne en Boinas verdes. Tampoco le vi muy enamorado de Ofelia, la verdad. Se la quita de encima, le suelta lo de "al convento" como podría decirle "hala, a cascarla", en vez de cantarle in pectore el tango Confesión ("Fue a conciencia pura / que perdí tu amor / nada más que por salvarte"), como diría yo que pide el texto. Ofelia es una actriz muy joven, Rebeca Valls, y no se lo han puesto fácil. No hay química con Hamlet, muestra una locura de manual, se le desagua el dolor con cuatro cancioncitas. Hamlet/Fernández sólo rebosa vida y pasión cuando llegan los cómicos, y se comprende: ésa es su verdadera familia. ¡Y qué cómicos! Francesc Orella, que se sale de verdad y emoción, y la enorme Lizarán, a la que le bastan cuatro frases para templar y mandar. Jesús Castejón, otro grande (cada día más parecido a Pedro Porcel, por cierto), también debería estar en ese carro: su Polonio no es un viejo bobo, como tantas veces nos han endilgado, sino un señor consejero de Estado más listo que el hambre pero que pringa por meticón. Lástima que palme tan pronto, porque en el fondo podría haber sido un buen aliado de Hamlet: Polonio/Castejón o Lander Iglesias, que hace un sepulturero con txapela y un humor absolutamente serio, sin gota de parodia. Porque con el Horacio de David Pinilla, el príncipe lo tiene crudo: se supone que es su único apoyo en la corte, su bloodbrother, y entre que le recortan los parlamentos y nos lo han vestido en unas rebajas del Sepu (extraño patinazo entre el soberbio vestuario de Prunés & Olivar) más bien parece el amigo invisible de las jaranas navideñas. Claudio es Helio Pedregal, un actor que deslumbra cuando está en vena (desde el Leonardo de Bodas de sangre al Carbone de Panorama desde el puente) pero que en esta función está sobrio y digno a secas, aunque hay que decir que tal como Pasqual le ha montado su gran escena, su soliloquio arrepentido, ni Olivier la saca: el rey tieso como un palo en mitad del escenario, mirando al tendido, y Hamlet a seis metros, en un palco, apuntándole con la pistolita. Marisa Paredes está fantástica: una verdadera reina, elegante, sensible y, enfoque sugestivo, amando a su hijo hasta el final. El careo entre ambos tiene auténtica fuerza y están de olé, pero, abundando en la puñetería (soy testigo de Jehová y no puedo mentir), le han rebajado a Hamlet sus palabras más duras, todo aquello de "la náusea y el sudor de una cama pringosa cociéndose en el vicio y la inmundicia", su lado ferozmente puritano que, por otro lado, cimenta su rechazo a Ofelia. Es lo malo de los tajos: que cualquiera acaba pensando que Hamlet hace lo que hace porque está mochales. O porque es un puro psicópata, incapaz, como aquí parece, de sentir dolor por las consecuencias de sus actos: cuando vuelve a encontrarse con Laertes casi parece a punto de decirle: "Macho, perdona, que se me fue un poco la mano con lo de tu viejo". Laertes es Iván Hermes, y me alegra señalar que está mucho mejor que en Zucco y en la Electra de Gas, con la espuma controlada, ni poca ni mucha para su colada: el día que logre equilibrar furia y técnica puede dar una campanada. En el Arriaga aplaudieron la función a rabiar. Yo creo que le falta mucha gira y mucho ajuste. Todavía va demasiado "a contar la historia", y lo hace con brío y con ritmo, pero la historia, en Shakespeare (y en casi todo), es sólo el mimbre: el trenzado está en el lenguaje y en las emociones. Pasqual y Fernández (y Pedregal) pueden y deben volar más alto. Quiero volver a ver este Hamlet de aquí a unos meses. Y La tempestad, claro, que todavía no estaba lista cuando fui al Arriaga.

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