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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

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Marcos Ordóñez

Uno. El protagonista de Panorama desde el puente, Eddie Carbone -50 años, estibador en el muelle de Red Hook, casado- pierde la cabeza por Catherine, su sobrina adolescente. Como en La malquerida. O Misteri de dolor, sus más directos (y no sé si ignorados) antecedentes. Catherine es una Lolita, pero Carbone no es Humbert Humbert. Carbone es un gorila con el corazón en llamas, incapacitado para racionalizar lo que le está pasando, para expresar lo que siente. Ésa es la línea maestra de la función, dirigida por Rafel Duran en el TNC de Barcelona en traducción de Joan Sellent: la radiografía de una pasión ciega, autodestructiva, que avanza, imparable, hacia la traición y el desastre.

A propósito de Panorama desde el puente, dirigida por Rafel Duran en Barcelona
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En 1955, la obra de Arthur Miller fue recibida como otro clavo oxidado en el ataúd del maccarthysmo, pero no es, creo, una "tragedia social". No es La ley del silencio, donde Brando (o sea, Kazan) se "veía obligado" a traicionar por un imperativo del entorno. Panorama, por el contrario, es la tragedia íntima de un hombre solo: si Eddie hace lo que hace es porque está loco de celos. Desde luego que el detonante es la llegada de dos emigrantes ilegales, dos sicilianos, Marco y Rodolfo, a la casa de los Carbone, bajo el puente de Brooklyn. Catherine y el bello e inocente Rodolfo se enamoran; Eddie pierde la cabeza y transgrede la voz de la sangre, de la "familia". Con el tiempo he acabado por preferir las obras presuntamente "menores" de Miller (Panorama, Memoria de dos lunes o Incidente en Vichy) a sus piezas "clásicas" (el Viajante, Todos eran mis hijos, Las brujas de Salem) lastradas, a mi juicio, por un exceso de pretensiones mensajísticas.

Miller se arriesgó mucho con un protagonista como Eddie Carbone. Brutal, delator, a un paso de la violación. Era imposible no querer a Willy Loman pero ¿quién iba a querer a Eddie? Eddie es mucho más interesante que Willy Loman porque es un héroe negativo, perdido en el laberinto de su ceguera: siempre nos conmoverá más el Claude Rains de Encadenados, el canalla salvajemente enamorado de Ingrid Bergman, que todos los antihéroes con la razón de su lado. Quizás, para guardarse las espaldas, Miller inventa la figura de Alfieri, el abogado (mitad coro, mitad raissoneur) que nos narra la historia, señalando, un tanto innecesariamente, el abismo entre la ley escrita y la ley natural (o tribal), y encarnando la misma dualidad que "ha de sentir" el espectador ante Eddie: repulsión moral y fascinación ante la fuerza de su anhelo.

Panorama no despegó realmente hasta que Peter Brook la presentó en el Comedy Theatre de Londres en 1957, en una versión ampliada por Miller, con Anthony Quayle en el rol principal. Raf Vallone (demasiado atractivo) la interpretó en Francia, y luego en el cine, a las órdenes de Lumet, en 1962. José Bódalo (1980, dirigido por Alonso) y Michael Gambon (1987, en puesta de Ayckbourn) pusieron el listón a una altura imbatible. Hará un par de años, Narros la dirigió con un soberbio Helio Pedregal que recordaba a John Wayne en Centauros del desierto, un torreón sacudido por un seísmo interior.

Dos. Antoni Sevilla, uno de los fundadores del Lliure, notable actor demasiadas veces relegado a roles por debajo de su categoría, no suelta ni un hilo del papelazo que le ha caído en suerte, pero, y eso es lo mejor, sin hincharlo, sin "retragedificarlo" (y perdonen el palabro), sin gritarnos "ahora veréis de lo que soy capaz". La gran dificultad del personaje de Eddie es, como diría un sociólogo, esa "inarticulación" que le obliga a mostrar su calvario a través de acciones físicas: miradas de pasión soterrada, explosiones de ira que ni él comprende, el crescendo obsesivo de sus visitas al abogado y la culpa que crece ante la maquinaria fatal que ha puesto en marcha. El director Rafel Duran ha vuelto a la sensatez naturalista de Casa de muñecas tras el trastazo desaforado, casi lisérgico, de Yerma. El triángulo central está estupendamente tensado: la interiorización de la pasión brutal de Sevilla, la mezcla de lucidez y resignación de Pepa López, una de nuestras más hondas y seguras actrices, como Beatrice, la esposa, y la confirmación del talento de la joven Carlota Olcina, una Catherine pletórica de luz y de fuerza. Impecables también Andreu Benito, un Alfieri que sabe hacerse escuchar, siempre con el tempo justo, y Óscar Rabadán, un actor que tiende al exceso, aquí contenidísimo y temible como Marco. El principal error de dirección es, como casi siempre, el enfoque del personaje de Rodolfo. No hay que interpretarlo nunca amaneradamente, como hace, hasta el empacho, Albert Ausellé. Es Eddie quien se empeña en ver a un muchacho jovial como una locuela, porque le conviene: la diferencia es sustancial. Tampoco, creo yo, hacen mucha falta los figurantes, los estibadores del puerto, al principio y al final.

Es una buena idea de Duran dar la pieza de un tirón, sin intermedio, para reforzar la noción de rueda trágica, casi macbethiana, pero no me parece tan bien que, en aras de esa buscada claustrofobia, Rafel Lladó haya construido una escenografía en la que los personajes parecen condenados a caminar de perfil, como si estuvieran en una casita de papel. Vi la función rodeado de adolescentes, que llegaron bullangueros y chillones, y a la cuarta réplica ya habían enmudecido, atrapados por la trama y las interpretaciones, lo que demuestra la solidez, la fuerza de Panorama desde el puente (representado por primera vez en catalán, que yo sepa) y de su puesta en escena. La sala pequeña del TNC se llena cada noche y los aplausos finales son inequívocos, pero para mi gusto no es bastante. Aún convendría subir un peldaño de hervor e intensidad, apretarle las tuercas al espectáculo para que nos clavara su garfio en las tripas, ese garfio que ha de traducirse en ese otro silencio, denso y conmovido, que precede a las grandes ovaciones.

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