Sophie Scholl: la juventud inmolada
Después de las guerras napoleónicas, en 1816, el delfín Luis, futuro Luis I, llamó a Múnich al arquitecto Leo von Klenze para dar a su capital el empaque de gran ciudad que aún no tenía a pesar de albergar algunas joyas góticas y barrocas. El rey soñaba con revivir la antigua Atenas, y con este fin el arquitecto alzó magníficos edificios neoclásicos, todo alrededor de la Königsplatz. Pero al otro lado de la ciudad, en lo que hoy se conoce como Ludwigstrasse, el Renacimiento italiano fue inspiración dominante. Muchos de los edificios que bordean ambas orillas de la calle e incluso que están algo más alejados, como la ampliación del Palacio Real que da a la Maximilian Platz y a la Maximiliam Strasse, recuerdan claramente construcciones de Florencia o de Roma. Pero a mí, este paisaje que hoy se halla repleto de ciclistas, me transporta a Ferrara. Son casi todos jóvenes estudiantes que acuden a las clases de la Universidad, tal como no hace mucho tiempo lo hacían otros compañeros suyos que fueron bastante menos afortunados: los hermanos Hans y Sophie Scholl. Pertenecientes a un pequeño grupo de carácter pacífico de acción antinazi, grupo denominado "La Rosa Blanca", se dedicaban a redactar, imprimir y distribuir panfletos. Un día de febrero del año 1943 se adentraron por los pasillos de su universidad cargados de un buen fajo de la sexta y última de sus entregas, y la comenzaron a repartir. En esta hoja mecanografiada y ciclostilada se denunciaba la tiranía hitleriana y se llamaba a los universitarios a comprometerse en la lucha contra aquella barbarie que ya duraba una década y que había destruido por completo la libertad y la ética de medio mundo. Mientras realizaban esta "acción subversiva", un bedel alertó a la policía. Se presentó entonces la Gestapo y ordenó cerrar todas las puertas. La caza duró poco. Hans compartía sus estudios de medicina con su presencia en el frente como enfermero, y su hermana Sophie, maestra de escuela, estudiaba filosofía y biología. Fue la más empeñada en su compromiso con la idea de "resistencia pasiva". Arrestados y condenados a muerte, fueron guillotinados en la cárcel de Stadelheim, en Múnich. Hans tenía veinticinco años y Sophie veintidós. Sobre la primera hoja de su sentencia ella escribió, varias veces y en grandes caracteres, la palabra Freiheit, es decir, ¡Libertad! Ese mismo día los acompañó en su destino otro compañero, Christoph Probst, estudiante también de medicina y soldado de sanidad de la Luftwaffe. A pesar de su juventud -murió con veinticuatro años-, Probst estaba casado y tenía dos hijos.
Además de estos pobres tres muchachos, otros destacados componentes de la organización "La Rosa Blanca" fueron Willi Graf, Kurt Huber, Hans Leipelt y Alexander Schmorell. Probst se convirtió al catolicismo mientras que Graf había pertenecido a los movimientos juveniles católicos. Estudiante también de medicina, estuvo destinado como soldado en distintos lugares. Aparte de colaborar y difundir las dos últimas hojas de propaganda (la cinco y la seis), Graf realizó pintadas en edificios emblemáticos de Múnich y trató de extender el movimiento a otras poblaciones alemanas. En cuanto a Leipelt, era vienés, hijo de madre judía, que se suicidó desesperada, igual que algunos otros familiares. La cruz de hierro ganada no impidió el que lo expulsaran por mestizo de varias universidades. Leipelt se vino a Múnich a estudiar química porque el premio Nobel, Heinrich Wieland, no cumplía lo dispuesto por las leyes de discriminación racial. Reunió algún dinero para la causa e introdujo la idea de sabotaje. Por su parte, la madre de Schmorell era rusa ortodoxa. Alexander, estudiante de medicina, pronto fue trasladado al frente ruso, donde sufrió lo indecible al combatir contra su otra patria y, al regresar a la universidad de Múnich se entregó a la causa de "La Rosa Blanca". El único profesor era Kurt Huber, un musicólogo que dejó que lo arrastraran los ideales que mantenían los alumnos. Todos ellos fueron decapitados. Graf tenía veinticuatro años, Leipelt solamente veintidós, Schmorell había cumplido veintiséis y el profesor Huber cincuenta. En los seis manifiestos que les dio tiempo a escribir y publicar, durante el escaso año de existencia de su pequeño grupo, denunciaron los asesinatos, torturas y persecuciones raciales, ideológicas y religiosas, como el terrorismo de Estado y la dictadura del mal; y llamaron a sus compatriotas a ejercer la resistencia pacífica y a practicar el sabotaje en la industria bélica, en la prensa y la ciencia. Se trata de unos textos muy bien redactados en los cuales hay citas eruditas de Goethe, de Lao Tse o de Novalis, abogando en favor de un federalismo de alcance nacional y continental que se debía basar en el socialismo, en la libertad de pensamiento y en los valores espirituales. Los nombres de estos mansos combatientes deberían figurar no sólo en la Ludwig-Maximilians-Universität, sino en todas las universidades que existen en el mundo.
¿Tiene un hombre el derecho de hacerse matar actuando en nombre de la verdad? ¿Y en defensa del prójimo? Platón comenta en Fedro: "No cabe duda alguna de que morir por el prójimo es eso que sólo quienes se aman consienten". También Maurice Blanchot, en La communauté inavouable, cita el ejemplo de Alcestes, que ocupa por cariño el lugar de su esposo con el fin de ahorrarle la condena a muerte, "Diótima dice que Alcestes no ha pedido morir por su marido, sino por la fama que, en la muerte, ha de hacerla inmortal". Algunas veces el amor a la humanidad resulta ser más fuerte que la muerte. La película de Marc Rothemund, Sophie Scholl. Los últimos días, saca a la luz uno de los pasajes más desconocidos de la terrible historia del nazismo. En su discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid, el gran escritor Claudio Magris decía: "Antígona es el símbolo insuperable de la resistencia a las leyes injustas, a las tiranías, al mal, veneramos como héroes y mártires a los hermanos Scholl o al teólogo Bonhoeffer que, como Antígona, se rebelaron a las leyes de un Estado -el nazi- que pisoteaba a la Humanidad, sacrificando en esta rebelión su vida".
Mientras aguardo, en un paso de peatones, a que el semáforo cambie de color, veo desde este punto inmóvil el palacio en el cual nació Sissi, la famosísima emperatriz de Austria. Mi distracción derriba a una ciclista a la que al punto ayudo a levantarse. Cuando miro sus ojos y le pido perdón, ya no sé si es Sophie o si es Micol, en la Ludwigstrasse muniquesa o saliendo de nuevo de El jardín de los Finzi Contini.
César Antonio Molina es director del Instituto Cervantes.
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