La tiranía del grupo
Era un día de febrero frío y luminoso, y los relojes daban las trece. Enfrente del esqueleto de cemento de un edificio enorme, una ruidosa muchedumbre gritaba una y otra vez: "¡No al laboratorio animal de Oxford! ¡No al laboratorio animal de Oxford!". A la vuelta de la esquina, al menos 500 manifestantes, entre ellos muchos estudiantes de la Universidad de Oxford, respondían sonoramente: "¡Defendamos la ciencia! ¡Defendamos la investigación! ¡Basta de amenazas! ¡Basta de miedo! ¡Queremos investigación con animales!". Algún alumno elocuente había dedicado grandes esfuerzos a idear los lemas: "¡Pro-ciencia! ¡Pro-greso! ¡Pro-testa!".
Después resonaron, a través de un viejo megáfono electrónico, las voces de varios profesores de Oxford, un estudiante de doctorado y, la más conmovedora, la madre de un niño discapacitado. Explicaron que el progreso en medicina depende de que haya pruebas con animales, cuidadosamente reguladas, y nos hizo un llamamiento a la resistencia contra los "terroristas de los derechos de los animales". Una gran pancarta sostenida en alto, en medio de la multitud, decía: "Vegetarianos contra el ALF". ALF son las siglas del Frente de Liberación Animal, la red extremista de derechos de los animales que ha intentado (a veces con violencia, y a veces con éxito) intimidar a las universidades para que no hagan investigación con animales.
En nuestra época, las mayores amenazas a la libertad de pensamiento, expresión y la libertad de asociación no proceden del superestado totalitario
El caso del predicador Abu Hamza, que imparte en Londres su doctrina de odio, es el único en que me ha parecido justificada una condena penal
Si el Estado paternalista consagra todos esos tabúes en leyes o prohibiciones burocráticas nos encontraremos con una pérdida de libertades
Mientras les observaba, en la esquina de Mansfield Road, me sentí orgulloso de los manifestantes que estaban recordando a mi universidad qué es lo mejor que tiene: la búsqueda de la verdad y la defensa de la razón. Estamos acostumbrados a las protestas contra los préstamos estudiantiles o la subida de los alquileres. Pero ahí había unos jóvenes, en una fría mañana de sábado, manifestándose en defensa de la ciencia.
George Orwell
Lo que estaba en juego era mucho más que el asunto concreto de los experimentos científicos con animales para salvar vidas humanas. Durante unos minutos, Mansfield Road, en Oxford, estuvo en primera línea de batalla de una nueva lucha por la libertad que hoy se está librando en numerosos lugares y de muchas formas distintas. En nuestra época, las mayores amenazas a la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y la libertad de asociación no proceden del superestado ideológico totalitario que inspiró a George Orwell su 1984 (cuya primera frase es, para los lectores que quizá no hayan captado la alusión inicial: "Era un día de abril frío y luminoso y los relojes daban las trece"). Aquel horror totalitario existe todavía hoy en lugares como Myanmar, pero lo que caracteriza por encima de todo a este nuevo peligro es la tiranía creciente del veto de grupo. La campaña por los derechos de los animales tiene algo en común con la reacción extremista a las caricaturas del profeta Mahoma, plasmada en los asaltos a las embajadas danesas. En ambos casos, un grupo concreto dice: "Nos importa tanto este asunto que vamos a hacer todo lo posible para impedirlo. No reconocemos ningún limite moral. El fin justifica los medios. Si seguís por este camino, vuestra vida corre peligro". No digo que los dos casos sean estrictamente iguales; las pruebas con animales sirven para fabricar medicinas que salvan vidas humanas, mientras que la reproducción de los dibujos del Profeta no produce ningún beneficio comparable. Pero el mecanismo de intimidación es muy parecido, incluido el hecho de que atraviesa fronteras y, por consiguiente, es muy difícil hacerle frente con leyes nacionales y organismos policiales separados.
Si quienes practican la intimidación triunfan, la lección, para cualquier grupo que crea firmemente en algo, será: hay que gritar más alto, ser más radical, amenazar con la violencia, y se saldrán con la suya. Las empresas, las universidades o los periódicos atemorizados cederán, igual que los Estados democráticos liberales en los que los políticos luchan para conservar los votos de distintos grupos. Pero en nuestro mundo, cada vez más mezclado y multicultural, existen muchos grupos a los que les parecen muy importantes cosas muy distintas, desde los frutarianos hasta los antiabortistas, desde los testigos de Jehová hasta los nacionalistas kurdos. Si se juntan todos esos tabúes, nos encontraremos con un enorme rebaño de vacas sagradas. Si el Estado paternalista consagra todos esos tabúes en nuevas leyes o prohibiciones burocráticas, nos encontraremos con una drástica pérdida de libertades. Y creo que eso es lo que, poco a poco, nos está ocurriendo. Hoy no se puede ni leer una lista de víctimas británicas de la guerra en Irak ante el número 10 de Downing Street sin acabar teniendo antecedentes penales. Centímetro a centímetro, párrafo a párrafo, somos cada vez menos libres.
Pero ahora voy a darle un giro escandaloso a este razonamiento. Si están de acuerdo con lo dicho hasta aquí, y creen que para ser razonables hay que ser coherentes, deberían querer que el historiador británico David Irving salga de su cárcel austriaca. ¿Por qué? Porque tenemos una funesta tendencia a rechazar los tabúes de grupo de todos los demás y defender obstinadamente los propios. Y el resultado es un doble rasero indefendible. En el caso de Irving, en las últimas semanas me han llamado la atención los subterfugios de mi propio grupo, es decir, en términos generales, los europeos liberales y las personas de habla inglesa que creen (como yo) que el Holocausto nazi de los judíos europeos fue el mayor crimen del siglo pasado y que hoy debería ser una piedra angular de la conciencia moral en todo el mundo.
El 'caso Irving'
Es verdad, dicen los miembros de mi grupo (también llamados mis amigos y conocidos), Irving no debería haber sido condenado a tres años de cárcel, pero alguna ley de ese tipo hay que tener. No en Gran Bretaña, se apresuran a añadir, pero, por lo menos, en Austria. Y quizá de aquí a unos años ya no haga falta ni siquiera en Austria; pero, por ahora, todavía sí. O dicen: no vas a soltar ninguna lágrima por Irving, ¿no?
No puede ser. Lo que vale para el islamista tiene que valer para el fascista. Lo que dice Irving es horrible; un insulto a los judíos muertos, los supervivientes y los familiares. Pero nadie que haga una valoración sensata puede pensar que supone una amenaza real contra la seguridad física o la libertad de ninguna persona viva. En cuanto a la posibilidad de que vuelva o siga difundiéndose el fascismo en Austria, la mayor amenaza (que no es muy grande) procede de la propaganda antiinmigrantes de políticos extremistas como Jörg Haider, que están en el Parlamento austriaco, no en sus prisiones.
Si alguien dice que "los nazis no mataron a tantos judíos, ni tenían un plan para su exterminio sistemático", está tergiversando la historia y merece tanto una refutación intelectual como una condena moral; pero no la cárcel. Por el contrario, si alguien dice que hay que "matar a los judíos" o "matar a los musulmanes" o "matar a los americanos" o "matar a los que experimentan con animales", y señala a grupos concretos de judíos, musulmanes, estadounidenses o investigadores, la ley debe caer sobre ellos con todo su peso. Por eso, de todos los casos relacionados con la libertad de expresión que han destacado en los últimos tiempos, el del predicador Abu Hamza, que imparte en Londres su doctrina de odio, es el único en el que me ha parecido justificada una condena penal. No porque se tratase de un musulmán, en vez de un cristiano, un judío o un europeo laico, sino porque era culpable de incitación al asesinato. Ésa es la línea en la que debemos hacernos fuertes. Hacer frente a la intimidación que se apoya en las amenazas de violencia es la clave para resistir contra la tiranía creciente del veto de grupo. En este punto no puede haber concesiones.
Y eso es, en mi opinión, lo que los estudiantes habían comprendido de forma instintiva cuando acudieron a una pequeña manifestación de lo más inglesa, en una mañana fría y luminosa de Oxford. Orwell habría estado orgulloso de ellos.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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