Fuerte Apache
Nadal ha dado el primer nadalazo. Aunque Federer se deslizaba sobre la pista de Dubai con la elegancia de un patinador, El Apache se puso las pinturas de guerra y le descolgó el título de campeón del mundo. El duelo fue emocionante: con sus altibajos y cambios de fortuna, volvió a revelarnos el viejo drama rural en el que los dos primeros lobos de la jerarquía luchan por el dominio de la manada.
Roger Federer, el lobo alfa, disfruta del esplendor de la madurez, un estado de ánimo que le concede al menos dos ventajas: en situación de inferioridad sabe ganar tiempo y en situación de superioridad sabe ganar el partido. Cuando todo va mal, sus facciones de madera impiden descubrir la forma de sufrimiento que más temen los atletas: el dolor del cansancio. Esconde la vista bajo la maraña de las cejas, se desdibuja bajo el remache de la nariz y hunde la barbilla para evitar cualquier inspiración de desafío. Entonces, precisamente entonces, con los hombros caídos y la cabeza inclinada, es más peligroso que nunca. Aunque parezca un vegetal vencido por el viento, no está pendiente del suelo, sino de la yugular.
Cuando todo va bien es un manual con piernas. Su cuerpo se transforma en una figura simétrica que descompone el juego en líneas y ángulos como un prisma óptico descompondría la luz. Inexpresivo y silencioso como un muñeco de nieve, recorre sigilosamente la pista, resuelve los puntos sin emoción y alcanza sin esfuerzo ese límite del virtuosismo donde coinciden la sencillez y la exactitud. Sus movimientos reflejan una exquisita composición de fuerzas y parecen el resultado de un programa de ordenador, pero provocan la fugaz emoción de los caleidoscopios. Son un prodigio de variedad, pulcritud, suficiencia y armonía.
Si Federer representa el tenis de factoría, Rafa Nadal, el lobo beta, representa precisamente el factor humano. Tiene un repertorio corto y asimétrico, y en él todo es desproporcionado: considera la pista territorio comanche, arma su perfil de zurdo y tensa su abultada musculatura de boxeador. Luego hace de los puntos una cuestión personal; la viva representación de un combate cuerpo a cuerpo. Por eso corre como un desesperado, bufa como un martillador y celebra cada pequeña victoria con un imaginario gancho al hígado.
Su brazo no es un florete; es un mandoble. Eso explica que no dibuje los golpes: los asesta.
Ayer, los dos lobos se enfrentaron por el puesto de jefe, y el aspirante ganó la primera escaramuza del año.
Acabado el conflicto, se enseñaron los dientes, mascullaron un saludo y se despidieron, grrrr, grrrr, hasta la próxima estación.
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