Sunset Drive Suite
De las pocas mujeres que amé, ninguna tuvo
tatuado el nombre al aire, o el brillo de una alhaja
pendiente del ombligo ni de un labio. Eran tiempos
lacónicos entonces. No había rosas rojas
al sur de alguna espalda, ni brazos con espinas
y cóccix estampados con negros ideogramas,
ni ángeles ocultos y terribles dragones
en un pubis de trigo dorado por el sol.
Las mujeres tenían cierto aire de tragedia
romántica del siglo de los yuppies. Estaban
al acecho de todo posible candidato
a ser El buen partido, un hombre de negocios
con éxito y futuro, e ilustres apellidos
para dar a tres hijos pesados y a una hija
que tuviera el encanto y la gracia de su madre.
No llevaban tatuajes visibles, ni lucieron
un piercing de orgulloso y pulsante desafío.
Sus marcas eran otras, más hondos los estigmas
grabados en sus médulas con agujas violentas
y tintas
minerales que no fueron capaces
de quitar con la pócima amarga de la vida.
Era tiempo bruñido en azúcares de plomo
el que lastraron. Ellas buscaban imposibles
amores cristalinos en barras de caoba,
en salones del tedio o abajo de las sábanas
en tránsito hacia el día, igual que las muchachas
que muestran sus diseños al viento que destrozan
sus pasos de pantera, y miran con el ímpetu
tribal de su artificio los ojos inyectados
de príncipes efímeros. Las mujeres que amé
se aherrojaron con otros, inscribieron alianzas
en sus dedos nupciales, y tatuaron sus almas
detrás de unos postigos con lentas hipotecas
de un sueño que agoniza en alcázares en vela.
En su piel hay dibujos de la máscara Revlon
antiarrugas, de pobres resultados y ricas
fragancias de algo tenue y etéreo, humo de orquídeas,
vapores de borgoña, gotas de girasol
que dejan al salir del cautiverio.
Jorge Valdés Díaz-Vélez (Torreón, México, 1955) es autor de los libros de poesía La puerta giratoria (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes) y Jardines sumergidos.
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