De los dioses violentos al amoroso
La indiferencia religiosa de la Europa poscristiana se las ha visto con la religiosidad islámica, tachada de fanática por un liberalismo que reivindica violentamente la libertad de expresión sin respeto alguno. Buen motivo para distinguir lo divino verdadero de lo falso, y los dioses violentos del amoroso. William James, el gran filósofo del pragmatismo norteamericano, decía: "Dios es real desde el momento que produce efectos reales". Su existencia en el mundo depende del concepto o nombre que nuestro cerebro le asigne y del modelo de conducta que nos inspire: efectos, bien reales ambos, de un ser en sí mismo incognoscible porque trasciende, hoy por hoy, nuestra capacidad de comprensión absoluta. Todo esto supone que cada cultura ha creado su propia idea de lo divino y ha deducido de ella unas pautas de convivencia que promuevan la cohesión del grupo social respectivo. Pero la religión ha servido también de factor ideológico supremo para asegurar el poder de los ya poderosos, al arrogarse éstos la definición dogmática del verdadero dios, su representación terrenal y la ejecución en exclusiva de su voluntad, amenazante de eterno castigo a quien vulnere las normas impuestas a la colectividad. Tal uso violento de un dios violento es una constante histórica cuyo escándalo se hizo aún mayor cuando el cristianismo (primera religión sin fronteras culturales que afirma la divinidad del alma humana y anima su instinto de libertad y de amor) degeneró en poderosas iglesias politizadas, rivales o al servicio de las oligarquías europeas y americanas, impulsoras de cruzadas imperialistas, de guerras entre cristianos y de torturantes inquisiciones en nombre de ciertos dogmas irracionales y de algunas morales inhumanas.
Pese a la traición de esas iglesias, el mensaje cristiano de libertad y de amor universales persistió gracias a místicos y "herejes". Su intuición de que lo divino se encarna en lo humano, por responder a un instinto de trascendencia vital, fue el fermento del proceso de secularización y de emancipación frente al fundamentalismo totalitario vaticanista, como ha destacado el filósofo italiano Gianni Vattimo. La Ilustración, el liberalismo político, la democracia y el socialismo son fruto directo de esa tradición cristiana que hoy fundamenta toda actitud de respeto sagrado a la persona, a su dignidad y derechos inalienables, a la convivencia pacífica y solidaria entre razas, pueblos y culturas, por parte de creyentes en cualquier religión, incluidas la agnóstica y la atea. No olvidemos que el verdadero cristiano es el mayor agnóstico, pues cree en un dios tan profundo que resulta innombrable, y es el primer ateo porque no confunde su dios con los dioses ídolos que cada cultura ha creado por un lógico afán de hacer comprensible lo divino a los piadosos o, más menudo, para fortificar la dominación de los que mandan. ¿Cómo no va a ser ateo un cristiano español respecto al dios violento, inhumano y mal politizado de un neofascismo patrio, bendecido e instigado por la COPE episcopal?
La indiferencia religiosa de Occidente ha sido como una defensa ante la violencia dogmática que monopoliza la verdad suprema, pero yerra al negar la fuerza positiva, transformadora de la sociedad, que anida en toda alma religiosa. Esto se debe al materialismo egoísta y conservador de una sociedad que trocó hace siglos el templo por el mercado y el espíritu por el dinero. Por eso no puede comprender la religiosidad de los musulmanes, más fiel que la occidental, y la confunde con el fanatismo violento, que el Corán condena, similar al que durante siglos practicaron sedicentes cristianos entre sí y contra islámicos y judíos. También los discípulos de Mahoma son manipulados en su fe por el capitalismo árabe emergente, que rivaliza con el nuestro lucrándose del integrismo islámico y de un Alá concebido como totalitario violento, igual que el Jahvé sionista o el Dios norteamericano del presidente Bush. ¿Qué solución habrá para el inevitable conflicto entre dioses violentos, inventados por mentes violentas, que sirven para justificar la opresión de unos dominadores, cínicos e hipócritas, sobre sus religiosos creyentes, a los que se lanza como carne de misil o de bomba contra otros de diferente religión, no menos oprimidos y fanatizados por sus correspondientes amos? No se me ocurre ninguna como no sea apelar de nuevo a ese dios traicionado por el cristianismo violento, que cada día es crucificado por los suyos porque no le han reconocido, y que es un dios amoroso, pacífico, razonable, dialogante, buscador de verdades por consenso libre y sincero, justiciero, emancipador, solidario con los pobres y humillados de la Tierra, amigo fraternal de creyentes en el ser humano y paciente pedagogo de los increyentes en el espíritu divino. Es un dios que todos llevamos dentro porque es el más humano y el que ama más a la humanidad. Es un dios entusiasmante que incita a transformar un mundo injusto y cruel como el nuestro de hoy. Es un dios opuesto a esos otros citados, que no entusiasman significa estar lleno de dios (enzeusiasmar), sino que endiosan al que lo esgrime contra lo humano por la omnipotencia que pretende y por la violencia que provoca en la libertad de pensamiento y de conducta de las gentes y en sus mismas condiciones de vida social y material. Es un dios al que su morada interior en el alma no puede ser una celda de clausura, como suelen recomendar, a veces de buena fe, los que consideran la religión un asunto privado. El amor que irradia no es narcisista. Es activo, interpersonal y político, si de una vez aceptamos que la verdadera política no es una tragicomedia de mercaderes y amos del dinero, sino la más alta forma de caridad, del amor humano de un dios amoroso.
J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
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