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FUERA DE CASA
Columna
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Perdedores y lectores

Hace unos días, en una comida de presentación del último libro de poemas de nuestro hispano en la parisina editorial Gallimard , Gustavo Guerrero, volvimos a recordar a uno de los escritores que mayores emociones nos supieron trasmitir el pasado año, Alberto Méndez. Lo recordamos por muchas razones, pero sobre todo por su última sorpresa en forma de libro, por esos cuentos de dignos derrotados que se llaman Los girasoles ciegos. Uno de los libros de mayores emociones del pasado año. La comida se celebraba, como tantas del mundo de las letras, en el restaurante de su hermano Nicolás. El editor Manuel Borrás nos recordó que él fue el primer editor de uno de los cuentos de aquél libro, Manuscrito encontrado en el olvido. No lo recordábamos. Quizá ni lo sabíamos. Era cierto, el escritor secreto que era Méndez, se había presentado al premio internacional de cuentos Max Aub. No había ganado, había sido el finalista. Al ganador lo conocimos unos días después, en la cuenca minera asturiana, entre los activos amigos de aquella zona que ya apenas tiene minas, pero que no deja de tener activa vida cultural. El ganador de aquél premio se llama, Pablo Rodríguez Medina, un joven escritor en asturiano y castellano. Empeñado en seguir escribiendo en esa lengua que poca gente habla, que menos leen, pero que no está muerta, sino tan viva como para tener escritores tan excelentes como Xuan Bello. Hay muchos más, pero tampoco los conocemos. Hay muchas cosas que desconocemos de nosotros mismos. El caso de Alberto Méndez, que el año de su muerte recibió todos los grandes premios, es uno más.

Hay muchos escritores que no conocemos, y que nunca conoceríamos a no ser por el empeño lector, buscador de algunos curiosos críticos, raros lectores, que van construyendo nuestro particular canon literario. Uno de los que hace muchas décadas lo viene haciendo es Rafael Conte, que además de hacernos volver a algunos clásicos y contemporáneos franceses, de vez en cuando nos señala, por ejemplo, que en Extremadura vive y escribe Gonzalo Hidalgo.

Nos siguen haciendo falta los críticos. Por que de vez en cuando critiquemos a los críticos. No hay mucho como Rafael Conte. Esto, que para muchos es obvio, lo recuerdo porque los académicos llevan varias semanas guardando silencio a una petición que han firmado muchos editores, algunos críticos y una tropa de escritores que van de Juan Marsé a Alfredo Bryce Echenique. En esa carta se pide que se tenga en cuenta su nombre para que en la Academia de la Lengua también pueda ocupar uno de sus renovados sillones un crítico. Si así es, desde luego, uno de los primeros debería ser nuestro crítico con boina. Que digan algo.

En aquella comida de Nicolás, también estaba un gran lector, el periodista José Andrés Rojo, ganador del último premio Comillas por la biografía de su abuelo, Vicente Rojo. El militar católico, un patriota conservador, que sigue representando la dignidad del oficio militar. El que fuera jefe de Estado Mayor de las fuerzas republicanas, un militar no republicano, es el ejemplo que se sitúa en las antípodas de esa tropa que estos días hemos tenido que recordar. Es lo contrario de los Tejero, Milan del Bosch y otros de cuyo nombre no quiero acordarme. La biografía, la historia de éste digno perdedor, también nos recuerda a esos cuentos de los perdedores de Alberto Méndez. Un recuerdo por aquél mítico y atípico militar, por un hombre de una dignidad que ojalá no sea de otros tiempos. Entre las muchas curiosidades del libro de Andrés Rojo, se nos cuenta que la casa de la familia en los tiempos de la defensa de Madrid, había sido la casa de Luis Buñuel que, también en su dignidad menos valerosa, decidió quitarse la guerra del medio. No dejó desde su largo exilio en hacer su genial y visual antifranquismo hasta su último suspiro.

Al final de la semana me encontré con otro perdedor, con un hispanista judío, con historiador y político, que está presentando un libro sobre la ya muy larga tragedia en el que ve algo de luz al final del túnel, Shlomo Ben-Amí. Hablamos de dioses, de caricaturas, de las máscaras de Dios, de la necesidad de cambiar los dioses. Se interesó por el libro que yo tenía en mis manos, el Tratado de ateología, de Michel Onfray. Tanto le interesó este lúcido panfleto que reivindica nuestra vida terrena, nuestro mundo sin dioses, que se lo tuve que regalar. Dios dirá.

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