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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

El hombre del sidecar

Antonio Guerrero, el hombre del sidecar, nació en mitad de la guerra civil, o sea en mitad de una matanza entre hermanos. Nació exactamente en Lietor, un pueblo de la provincia de Albacete. Su padre era labrador y lo mandaron al frente de Teruel. Así que el hombre del sidecar recuerda las historias de la guerra que su padre le contaba. Todos los padres de entonces contaban historias de la guerra. Los de un bando y los del otro. "Mi padre decía que los campos que empezaron a labrarse después de la guerra estaban plantados de cabezas. Cuando hundían el arado las cabezas de los muertos salían como si fueran patatas". Los padres de entonces no sabían contar el cuento de Caperucita y del lobo feroz. Estos cuentos, que no eran inventados, daban mucho más miedo que los otros. Las cabezas saliendo de la tierra enganchadas al arado te quitaban el sueño y te hacían temblar en plena noche. Más tarde, cuando casi sin darte cuenta ya eres viejo, todavía ves las cabezas de color tierra y las medallas relucientes que se repartieron los que más cabezas cosecharon. Y luego pones la tele y ves a los políticos peleándose como si nada de todo aquello hubiera ocurrido nunca, y te entran ganas de coger la azada y de partirles el cráneo. O bien te entran ganas de cambiarlos por mulos. ¿No lo harían a la perfección, tirando del arado. Acebes y Zaplana, por ejemplo? Aunque los mulos no insultan si el amo sabe llevarlos bien. Ni siquiera cocean.

Antonio Guerrero reconstruyó con sus manos esta Guzzi Súper Alce de 1933

Pensaba yo en estas cosas mientras Antonio Guerrero, el hombre del sidecar, empezaba a relatarme la historia del sidecar. No era como yo la había imaginado. Yo imaginaba este sidecar conducido por uno de los militares italianos que el fascista de Roma envió al matadero de Guadalajara para ayudar a su amigo de Burgos. Luego imaginaba el mismo sidecar abandonado en el campo de batalla cuando los italianos pusieron pies en polvorosa. Allí dejaron hasta lo que llevaban puesto, y desde luego bien pudo quedarse el sidecar.

Pero según Antonio Guerrero Martínez, la historia de su sidecar no fue esa. Lo compró a un policía italiano. No sabe más. Está perdidamente enamorado de esta Guzzi Súper Alce fabricada en 1933 para el ejército. Lleva el numero 38 de bastidor de una serie de siete mil. Es una reliquia bélica aunque en manos de un pacifista que nos recuerda a Gila. "Los niños me saludan y me paran en estos caminos. Quieren que les dé una vuelta. Sus padres les sacan una foto conmigo. Los niños creen que soy un general. No importa siempre que no me confundan con Tejero". A la Guardia Civil le hace gracia el hombre del sidecar.

El sidecar estaba hecho polvo. Pero él lo reconstruyó en sus ratos libres hasta dejarlo nuevo. Le dedicó muchas horas todas las necesarias. Ahora el hombre del sidecar está jubilado luego de trabajar como conserje en las escuelas de Benissa durante veintidós años. Pero mucho antes de venir a la Marina Alta hizo de todo. "Nada era fácil después de la guerra, nadie te regalaba nada, todo dependía de tus propias manos".

El hombre del sidecar me convence para que ocupe el asiento del sidecar. Ahí es donde debo entrevistarle. Cierro los ojos para no ver ante mí la falsa ametralladora. Subimos dando saltos por la cuesta hasta un camino donde él empieza a hablar: "Yo tenia 16 años y tenia que ir todos los días desde Hellín a Jumilla en bicicleta, 60 kilómetros más o menos, y me adelantaba una moto por el camino y yo me preguntaba, ¿cuándo querrá Dios que yo tenga una moto así para sudar algo menos?". Y puede que de ahí le venga al hombre del sidecar su pasión por las motos viejas que recoge cuando nadie las quiere, y las repara y las deja que parecen nuevas. "Yo pedaleaba al amanecer hacia Jumilla, donde ganaba 50 céntimos por cada hoyo que hiciera a destajo, hoyos para plantar las viñas, de medio metro de profundidad por medio metro de ancho. Hacía 60 hoyos diarios. Me sacaba 30 pesetas por día. De sol a sol. De los cinco hermanos yo era el mayor".

Su padre era aparcero. Los amos le dejaban una hanegada de cada cinco que trabajaba, pero él ponía el abono, los mulos, todo lo que hiciera falta. Se mataba a trabajar, recuerda Antonio agradecido. ¿Entenderán estas cosas los chavales de ahora que nacen con un patinete eléctrico en los pies y enseguida exigen otro de repuesto? El hombre del sidecar recuerda que ayudaba a su padre cuando vivían en La Venta, por donde pasa el río Mundo, y recuerda que aquellas tierras eran propiedad de don Pedro Ródenas, un rico de Albacete. Pero menos mal que ya se había acabado la cartilla del racionamiento y a ellos no los echaban de allí, algo hizo bien Franco -dice el hombre del sidecar- y ellos plantaban tomates y patatas y muchas otras cosas que se podían regar con el agua del río. "Trabajabas hasta no poder más, pero no pasabas hambre como otros que trabajaban lo mismo y pasaban hambre". ¿Se imaginan lo que es pasar hambre esos niños que se dejan media hamburguesa en el plato y piden otra cosa, y reciben esa otra cosa sin rechistar?

Cuando tenía 26 años el hombre del sidecar seguía siendo jornalero pero ya sacaba 3.000 pesetas al mes, cien pesetas al día, y sin moverse de Jumilla. Ya podía tener una esposa, una familia. Quería mejorar. Había hecho la mili. Se había sacado el carné de conducir, aunque no sabía conducir. Se fue a Mallorca. La empresa Montajes Eléctricos le dio trabajo como chófer. Jamás había subido a un Land Rover. Lo pasó mal. Se entrenaba de noche con un 600. Todo era preferible antes que volver a los campos a cavar. Su sueño era haber sido músico, y aprendió a tocar el acordeón de oído. Nunca fue a la escuela. Las primeras letras serían las últimas y se las enseñó al volver del trabajo un trabajador que sabía algo mas que el resto. "Las herramientas que tenía mi padre en casa eran el martillo, los alicates y alambre para hacer las albercas con trozos de neumáticos, ya sabe, entonces calzábamos albercas. La suela se sujetaba con alambre, y si te descuidabas te clavabas el alambre en el pie". ¿Y ahora? Preguntemos a un joven qué son las albarcas y quizá descubramos que se trata de unos veleros para la Copa del América.

El tiempo se nos está acabando. El hombre del sidecar dice que un día me llevará a su pueblo, y al río Mundo. Iremos despacio y así acabará de contarme su vida por el camino. Porque una vida no se puede contar de una sola sentada en el sidecar.

www.ignaciocarrion.com

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