Viernes flaco
Mi alcalde Odón no consigue arreglarse con nadie. Dicen que tiene San Sebastián en la cabeza, que sueña y vive para ella, y supongo que tendrá también en mente una San Sebastián ideal, una ciudad del futuro, de la que se considera principal muñidor y sobre la que vela para que nadie se la estropee. Y ahí lo tenemos de rebatiña en rebatiña, hoy con la Diputación, mañana con el grupo municipal del PP y pasado con el del PNV. Todo un espectáculo, lo confieso, pero, finta va y finta viene, ha conseguido situar San Sebastián en el centro de nuestros anhelos y preocupaciones. Incluso sus discutibles opiniones políticas, que muchos consideran tibias o equidistantes, cuando no claudicantes, yo me las explico en función de su pasión donostiarra: hágase la paz y perezca Euskadi, para que San Sebastián brille con luz propia. Su perfil filonacionalista -que es de penúltima hora, ya que antes nunca lo mostró- puede ser expresión de su deseo de que le quiten un estorbo de encima, y, puesto a adherirle una pegatina, yo sólo veo una a la que ha sido, es y seguirá siendo fiel: la de progre.
Hace unos días se nos disfrazó de obispo para anunciar el Carnaval, y un ciudadano indignado, además de insultarlo, le reprochó en la prensa local que no se hubiera disfrazado de caricatura de Mahoma. La foto de Odón obispo trascendió los límites de nuestra geografía y pudo tener sus réditos publicitarios. Para el próximo año, yo le propongo que se vista un taparrabos, se ate a un árbol y se pegue unas flechas. La imagen puede resultar espectacular, y no tengo ninguna duda de que nos llegarán turistas hasta de Manchuria.
Pues ocurre que el turismo se ha estancado en nuestra ciudad, y los donostiarras nos miramos preocupados el ombligo preguntándonos por la razón de tamaña indiferencia del mundanal mundo. Sabíamos que la gatazka no nos había hecho ningún favor, que éramos la ciudad mártir de todo este despropósito, que habíamos pasado de ser pijos, señoritos, estúpidos y altivos -¡oh, la la, qué tiempos!- a ser ñoños, desde que nos pusimos todos a comulgar con el catecismo nacional. Sabíamos, sí, todo eso, pero lo que no sospechábamos era que nos fueran a llegar las horas bajas cuando todo ello empezara a declinar y el sol veraniego volviera a mirar de frente a Santa Clara al mediodía. Guirilandia seguía perteneciéndonos por derecho propio, y lo que desde luego no pudimos sospechar jamás era que Bilbao, también en eso, acabara llevándose la tostada. ¡En qué eclipse nos hemos metido con tanto sacrificio por Euskadi! ¿De qué nos sirve tanta belleza si somos cada vez más de pueblo?
Necesitamos un aeropuerto en condiciones y no lo tenemos. Necesitamos un puerto en condiciones y tampoco lo tenemos. Necesitamos un transporte público eficaz y rápido, y vemos llegar un tren del que parece que en cualquier momento va a salir María Cristina, la reina. Prometen que esto del tren lo van a arreglar muy pronto y que podremos llegar a Madrid sin miedo a perder el tren de enlace ni a dar plantón a nadie. Y no es poco que al menos podamos decir en voz alta que el Talgo que pasa por aquí es como los caballitos del carrusel: un revival de nuestra infancia. No hace mucho nadie se atrevía a declararlo, y siempre me sorprendió el silencio público que cubría esa deficiencia. Me decía que acaso se debiera a que los donostiarras seamos seres añorantes, más que máquinas deseantes; o a que nadie montara en aquel cacharro y se hubieran olvidado de que existía. Pero en cierta ocasión en que monté en él y padecí una crisis de ansiedad -echaba de menos la piruleta, o el pirulí de La Habana-, hallé una explicación a tanto silencio. Hablar de ese asunto podía derivar en una bronca, en la de siempre. Comenté mi incidente ferroviario con un conocido y no se calmó hasta que llegó a Recaredo: todo era fruto del odio que nos tenían los españoles. Repetí mi osadía con otro amigo y me vi convertido bajo su mirada en un secuaz de Arnaldo Otegi.
Ya ven que vamos mejorando, y que empezamos a quitarnos el velo ideológico para descubrir nuestras reales deficiencias. Aunque tampoco es de buen agüero que esto ocurra justo cuando celebramos el año ignaciano, un acontecimiento que traslada nuestro foco de atención turística de San Sebastián a Azpeitia, para mayor indignación de mi alcalde Odón. Quizá por eso se disfrazara de obispo, para ver si de esa forma los de la Diputación se acordaban de mi ciudad y organizaban una procesión. O, mejor aún, alguna peregrinación.
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