Comedia musical del renacimiento
Para su primer viaje a los orígenes del teatro en lengua castellana, la Compañía Nacional de Teatro Clásico ha escogido la Tragicomedia de Don Duardos, obra mayor de Gil Vicente. Hay un guiño en esta elección: Eduardo Vasco, director de la CNTC, hizo sus primeros espectáculos al frente de un grupo que bautizó con el nombre del protagonista de esta obra.
Vicente fue durante tres décadas autor de cabecera de una corte portuguesa permeable a las corrientes renacentistas. Pronto se instauró la Inquisición, y las ediciones de sus obras fueron peinadas. De Don Duardos hay dos, una llena de erratas, y otra censurada. Su protagonista es un caballero que se desvive por cultivar (literal y metafóricamente) el huerto de su dama. Para que haya intriga, el autor lo disfraza de hortelano, y le hace exigente: Duardos no desvela su identidad a Flérida, quiere que lo acepte sin saber quién es.
Tragicomedia de Don Duardos
Intérpretes: Francisco Merino, Fernando Cayo, Jesús Fuente, Fernando Sendino, Clara Sanchis, María Álvarez, José Ramón Iglesias, José Vicente Ramos, Arturo Querejeta, Savitri Ceballos, Daniel Albaladejo, Eva Trancón, Nuria Mencía, Ángel Ramón Jiménez. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Deborah Macías. Escenografía: Richard Cenier. Coreografía: Lieven Baert. Música: Alicia Lázaro. Versión y dirección: Ana Zamora. CNTC. Madrid. Teatro Pavón. Hasta el 2 de abril.
Don Duardos es una comedia llena de símbolos, sensual como El cantar de los cantares. Ana Zamora, autora de la versión y de la puesta en escena, conoce bien la obra de Gil Vicente: antes montó el Auto de los cuatro tiempos, y el de La sibila Casandra. Su versión respeta el castellano antiguo: mantiene palabras como diesa (por diosa), y cambia sólo las que hoy resultan ininteligibles. El espectador se ve obligado a aguzar el oído.
La cuarta pared
Su montaje lucha contra el escenario a la italiana, tan inadecuado para nuestro teatro clásico. Zamora saca a los actores a representar entre el público, y los mantiene en escena como espectadores cuando no están actuando. Rompe la cuarta pared, y acierta en eso. Trufa el texto con músicas y canciones: no son las que el autor indica, pero tienen valor equivalente.
Gil Vicente tomó de Juan del Enzina su idea del teatro como espectáculo total: música y recitado se alternan en esta obra con naturalidad, como en la comedia musical contemporánea. La directora añade juegos de su cosecha: traviste a un par de actores, para hacer más cómicos a sus personajes, y pone en escena al autor, que sale a recitar las acotaciones. Corta algunos versos, y añade otros de Vicente que sirven mejor a su propósito: el final lo entresaca de Nao d'Amores. Nada que objetar contra lo que en España es costumbre, pero debiera informarse al público de estos cambios, para que los tenga en cuenta y valore.