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Tribuna:¿PUEDEN LAS RELIGIONES EXTENDER SUS TABÚES A TODA LA SOCIEDAD?
Tribuna
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El poder invisible

Las religiones constituyen sistemas simbólicos que permiten la comunicación de los humanos con la divinidad. Para facilitarla, muchas culturas religiosas (en África, Polinesia, en el hinduismo o ciertas formas de budismo) han autorizado las representaciones figurativas sagradas, mientras otras son o han sido anicónicas, como el judaísmo, el cristianismo primitivo, el islam o el sijismo. Las razones esgrimidas para rechazar las representaciones figurativas han sido variadas, desde el temor a rivalizar con el poder creador de la divinidad, hasta el rechazo a formular osadas hipótesis aparienciales de seres invisibles, pasando por el temor a su enfática presencia hecha materia visible, o la aversión a la idolatría.

El judaísmo, el cristianismo primitivo, el islam o el sijismo son o han sido religiones anicónicas
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Pero en todas ellas subyace el temor a la capacidad emocional de la imagen, muy superior a la de la palabra (mera flatus vocis abstracta), de manera que hay culturas, como la islámica, en que se puede pronunciar el nombre de Alá, pero no representarlo figurativamente. Y las presuntas blasfemias escritas por Salman Rushdie en Los versos satánicos no provocaron reacciones colectivas tan aparatosas e incendiarias como unas caricaturas de Mahoma, por su condición de artefactos culturales investidos de una gran carga emocional.

En el judaísmo veterotestamentario, tras la expulsión del paraíso, no hay visiones de la divinidad y Moisés percibe a Yhavé como una zarza ardiendo que no se consume o como una nube, o el profeta Isaías como un trono y la parte inferior de su manto, postulando así que su esencia es la irrepresentabilidad. Pero la tentación figurativa, repudiada por Moisés por su proclividad idolátrica, emergió clamorosamente en el episodio del becerro de oro adorado por su pueblo, con el que Moisés se encontró al descender del Sinaí tras recibir el mensaje divino.

Aquí podría hablarse de una verdadera pulsión icónica incontrolable por parte del creyente condenado a la ceguera y que se rebela contra tal mutilación sensorial. Sabemos que la iconofobia hebrea fue a veces transgredida, como muestran los frescos con escenas bíblicas en las ruinas de la sinagoga de Doura Eurpos, del siglo III.

El cristianismo primitivo, surgido en el seno de la cultura hebrea, compartió su iconoclastia, pero su contaminación por la cultura figurativa grecolatina fue tan poderosa que instauró su propia iconografía. El arte paleocristiano, en parte por la clandestinidad catacumbística y en parte por el prejuicio iconofóbico heredado, representó primero a Jesucristo mediante un sistema criptosimbólico, en forma de pez o de cordero. Luego vino la cruenta querella de las imágenes bizantina (726-787), que se saldó en el segundo Concilio de Nicea, legitimando la representación crística, puesto que Dios se había hecho visible a los hombres a través del cuerpo de Jesús y la veneración de imágenes se dirigía a lo representado en ellas, en una translatio ad prototypum, si bien se distinguía cuidadosamente la veneración a personas sagradas de la adoración, que sólo merecía Dios.

Las disputas de aquellos teólogos fueron verdaderamente bizantinas y a quienes afirmaban que el único icono posible de Cristo era la eucaristía se les replicaba que la hostia consagrada no era la imagen de Cristo, sino el propio Cristo. El calvinismo rechazó la tentación figurativa y la censura cinematográfica británica nació en 1912 prohibiendo los desnudos y la representación de Jesucristo en la pantalla. Las reticencias hacia la representación de Jesucristo en el cine primitivo hicieron que Fred Niblo, en Ben Hur (1925), lo colocase siempre fuera de campo, mostrando a lo sumo sus pies o un brazo entrando por un borde de la pantalla. Y en la Última Cena, en alargada mesa leonardesca, interpuso a un apóstol entre su figura y la cámara para taparle.

El islam nació como la última religión monoteísta y heredó la iconofobia semita precedente. Mahoma destruyó los ídolos de la Ka'ba y en el Corán se lee que las estatuas son "abominación inventada por Satanás" (V, 92). Si el tabú icónico islámico condujo al invento del arabesco, en algunas parcelas de la cultura musulmana -en Persia, India o Turquía- menudearon las representaciones de seres vivos, aunque nunca de la divinidad ni de su profeta.

Es sabido que la gran diferencia que separa a la cultura occidental de la musulmana radica en que ésta no ha accedido a la frontera política que supuso la Revolución Francesa, con sus derechos individuales, y en sus sociedades se confunden el ciudadano y el creyente de modo inseparable. Tan cierto es, que el mundo islámico, liderado por la ortodoxia saudí, se negó a firmar la Declaración de los Derechos del Hombre de la ONU en 1948, discrepando del derecho a la libertad religiosa, y hasta septiembre de 1981 no firmó en la Unesco una flaca "declaración islámica universal". Pero si en Arabia Saudí, sede de la ortodoxia wahabí y aliada preferente de Estados Unidos, no existen salas de cine, existe en cambio un sistema televisivo, por considerarse un medio de información (y, sin que se diga, un medio de manipulación o control de la opinión pública).

El contencioso más célebre acerca de la representación de Mahoma en la cultura musulmana se produjo cuando el realizador sirio Mustafá Akkad, tras prolijas disquisiciones de los ulemas, fue autorizado a filmar una biografía de Mahoma, titulada El mensaje (Rissala, 1976), en la que el biografiado jamás aparecía, pues o bien estaba fuera de campo (y los personajes en la pantalla miraban hacia el espacio off que teóricamente ocupaba), o bien la cámara ocupaba su punto de vista, como encuadre subjetivo del profeta. Pero tampoco se le oía, para cumplir con la ortodoxia, y el público era informado de sus palabras por un tercero que repetía lo que Mahoma había dicho... De modo que Anthony Quinn, estrella masculina del filme en función de gancho para la taquilla, no interpretaba al protagonista invisible del filme, sino a su tío Hamza. Se trató de un verdadero malabarismo elíptico, harto elocuente, y sin precedentes en la historia del cine.

Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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