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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Lecciones de 'foie'

¿Sabían ustedes que al pato le ponen música ambiental para que se relaje y así su hígado -el insuperable foie- no sufra estrés? ¿Sabían que al pato no le gusta que le emboque alguien que no conozca y puede llegar a morir del susto, o ahogado, si no le gusta el que le mete la comida cuello abajo? ¿Sabían que lo degüellan un instante después de embocarlo para que muera feliz y relajado y el hígado esté perfecto? ¿Sabían que los primeros en embocar patos no fueron los franceses, como puede suponerse, sino los antiguos egipcios y más tarde los griegos y los romanos? Del pato se aprovecha absolutamente todo, como del cerdo. Su hígado desmesurado ocupa toda la parte central del cuerpo, como si estuviera embarazado, y es impresionante abrirle la barriga y verlo todo entero. Supongo que cualquier alma sensible pensará en lo brutal que es meter una cánula en el cuello del pobre pato para llenarlo de comida hasta conseguir que su hígado se hinche como un globo. Pero a la hora de saborear las infinitas posibilidades gastronómicas que ofrece este foie, creo que la macabra visión queda bastante arrinconada. Y si no, comprueben la carta de los restaurantes y verán que el foie está a la orden del día y que, guste o no, difícilmente se escapa de un menú de cierto nivel.

El 'foie' es una víscera delicada, sensible a la luz y al aire. Requiere pericia, y manos ágiles y sensibles para manipularlo

El foie es una víscera delicada, sensible a la luz y al aire. Requiere pericia y unas manos ágiles y sensibles para manipularlo. Su color tiene que ser uniforme; su textura, ligeramente flexible. Si encuentran en el mercado un foie demasiado claro, den media vuelta porque es de mala calidad, quizá por culpa de alimentarlo con una pasta en vez de con grano. Lo comprobarán cuando lo cuezan: seguro que se les deshace en un santiamén, y ya lo pueden tirar a la basura. Todas esas aparentes menudencias las aprendí en dos tardes de asistir a un curso de técnicas y degustación del foie, uno de los muchos cursos monográficos que se imparten en la escuela de Hostelería Hofmann de Barcelona, en la calle de la Argenteria.

Mey Hofmann es una catalana de padre alemán que vive apasionada por la cocina desde que a los seis años descubrió su primer libro gastronómico. Todos los veranos sus padres la enviaban a un internado de monjas, en Alemania, para aprender normas de educación, hacer una cama sin una arruga, poner una mesa correctamente y dominar el complicado mundo del protocolo. Mey reconoce que su primera escuela de cocina fue allí. Vendría luego la lectura de muchos libros de gastronomía, como el Cordon bleu, y muchas horas de aprendizaje en restaurantes franceses, donde iba todos los veranos a trabajar y a formarse. Mey se había licenciado en Ciencias Económicas, pero tenía en la cabeza la cocina. En 1982 abrió la primera escuela de restauración en la calle de Ferran de Barcelona. Empezó dando cursos de reciclaje, de pastelería y monográficos, hasta que advirtió que los alumnos necesitan experimentar lo que aprenden en los talleres. Y en 1992 compró un local desvencijado que había sido una popular academia y lo transformó en restaurante. Para Mey es una prolongación de su casa, y de esta forma lo cuida con mimo y trata a sus clientes como a invitados. El sitio es un privilegio: exactamente delante de Santa Maria del Mar. Es fácil reconocerlo porque a menudo hay una movida de jóvenes estudiantes, con su uniforme blanco y su gorro, entre la puerta del restaurante y uno de los talleres, situado en la planta baja. Allí los encontré antes de empezar mis clases, sentados en bancos delante del mostrador, que parece más un laboratorio. Allí, uno de los chefs de la casa o algún cocinero de alto voltaje como Alain Ducasse o la propia Mey imparten los cursos.

Mi profesor era Jean Paul Marat, que enseguida atacó el foie para desnervarlo y marinarlo. En dos días Jean Paul nos enseñaría nueve recetas. El problema -o mejor, mi problema- era intentar seguir los pasos de cada una porque nuestro chef era capaz -¡y cómo no!- de elaborar tres o cuatro a la vez. A mi lado tenía un restaurador de Peñíscola que de vez en cuando me guiaba. Más tarde comprobé que muchos de los presentes eran profesionales llegados de toda España, aunque la escuela está abierta a gente como yo; es decir, la que quiere encararse con un pato abierto en canal sin asustarse. Cuanto más avanzaba el curso, más me daba cuenta de lo apasionante que es oír hablar y ver actuar a un profesional de la cocina. Para mí era como asistir a un espectáculo, lleno de emoción, de sensibilidad hacia lo que se trabaja. Las últimas horas las dedicamos a probar todas las exquisiteces de foie que acompañamos con cava. Nadie se quedaba corto a la hora de comer un escabeche de foie, un foie asado con peras o unas croquetas líquidas de foie, y a Jean Paul le parecía imposible que no reventáramos. Pero ¿quién se abstiene ante unos caramelos pinchados de foie y bañados de chocolate blanco? Al salir, estaba tan borracha de hígado de pato que mi cuerpo pedía más, y me hubiera acercado a la Boqueria para comprar un pedazo y empezar mis experimentos. Por suerte, ya era de noche y lo mejor que podía hacer era irme a la cama e intentar digerir todo aquel arsenal. No fue fácil dormir y de vez en cuando se me aparecía el espectro del pobre pato, muerto aquella misma mañana para satisfacer uno de mis placeres favoritos: comer. Claro que, según Jean Paul, el pato también murió comiendo. Es decir, feliz.

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