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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Jabonado de delfín: voces en el barranco

Marcos Ordóñez

Pepe Rubianes ha dado el salto, con un par: de monologuista triunfal (lleva diez años llenando cada noche el Capitol barcelonés) a director de escena. Lo del par se subdivide en otros tantos, como las moléculas siamesas. Primer par (obvio): arriesgarse a un trastazo morrocotudo en vez de quedarse laureleando "en lo suyo". Segundo par, doblemente gonádico: no sólo dirigir sino también construir, frase a frase, un texto, un "documental escénico", por así decirlo, sobre los últimos días de Lorca. Un espectáculo, Lorca eran todos, contracorrientista en todos los sentidos: por el asunto y por la forma elegida. Teatro cívico, honesto y valiente, con dos únicos precedentes, que yo recuerde, en las últimas temporadas: los trabajos, en clave sardónico-lírica, de Accidents Polipoètics, que ya nos regalaron un soberbio Pim Pam Pum Lorca, y, desde luego, el ultrabrechtiano Hamelin, de Mayorga/Animalario, que pronto recalará en el Romea barcelonés. El contracorrientismo de Rubianes casi me hizo saltar de alegría: no es frecuente toparse con una función sobria, directa, sin moderneces; ni con un director que no pretende descubrir la sopa de ajo, ni echar la firma, ni situarse por encima de su material.

Sobre Lorca eran todos, espectáculo dirigido por Pepe Rubianes en el Capitol de Barcelona

Lorca eran todos supone, para mí (hoy todo va a pares), una doble emoción. Como señalaba antes, por su asunto, explícito desde el título -el homenaje a toda una generación, "los miles de españoles demócratas", dice en el programa, "que sufrieron la misma suerte del poeta"- y por su enfoque, con el que Rubianes reivindica el esforzado teatro universitario (también hecho con un par, o con un par y un palito) de su primera juventud: diez cómicos y una bailaora; diez sillas y una tela negra como único decorado. Hay un último sombrerazo: a su primer profesor, un falangista con gusto literario, que le pasó bajo mano una antología lorquiana, y a todos los historiadores (Penón, Gibson, Molina Fajardo) que se empeñaron en excavar el barranco de Víznar. La función intenta condensar en poco menos de dos horas la ordalía de Lorca y "su gente", desde la noche del 13 de julio de 1936, calientes todavía los cadáveres de Calvo Sotelo y el teniente Castillo, cuando el poeta decide pasar su santo en Granada, en la Huerta de San Vicente -18 de julio, festividad de San Federico: quizá de haberse llamado Eufrasio aún estaría vivo- hasta la noche fatal del 19 de agosto, cuando, como había profetizado, cayó, con media España, en un pozo profundo. El texto comienza en presente narrativo, con la última y estremecedora conversación entre Lorca y Rafael Martínez Nadal, caminando hacia la estación, que alterna con testimonios evocativos (Margarita Xirgu, Emilia Llanos, Isabel García Lorca) en forma de monólogo, casi como si hablaran a cámara, reconstrucciones en off (la voz radiofónica, terrible y achulada, de Queipo de Llano) para volver a la cuenta atrás (el prendimiento, la lucha contra reloj para salvarle, las últimas horas) con el personaje de Luis Rosales en funciones de narrador. También se ha arriesgado Rubianes al elegir al reparto, compuesto por actores jóvenes y "sin cartel", es decir, prácticamente desconocidos. Lorca está interpretado por una actriz, Alejandra Jiménez, que da muy bien la alegría, la pureza esencial del poeta, y también, no convenía olvidarlo, la fuerza y la convicción de su compromiso. Aquí están mucho mejor las actrices que los actores: quiero destacar también a Ainhoa Roca, que encarna a Emilia Llanos; a la formidable bailaora Laura Galán, la Muerte que aterroriza y fascina al poeta desde su niñez y, sobre todo, el descubrimiento de Marian Bermejo, una actriz con poderío y densidad, perfecta en el rol de Isabel García Lorca. Los actores tienden a un cierto subrayado emocional en frases y ademanes. Resulta un tanto maniqueo presentar a Miguel Rosales (Emili Pere) como si fuera el borracho de Malvaloca y convertir a su hermano Luis en el absoluto héroe positivo de la función. Yo comprendo (y comparto) que Rubianes quiere lavar en escena el honor de Luis Rosales, vilipendiado durante años, y decir bien claro que se jugó el tipo por Lorca, pero de ahí a afirmar que luego "rompió con Falange y con el franquismo" me parece exagerar un poquitín las cosas: los que estudiamos con los curas aún recordamos aquella Poesía heroica del Imperio que antologizó con Luis Felipe Vivancos.

El espectáculo, para mi gusto, se hace corto, aunque el propio Rubianes ya me comentó que el texto original se le ponía en tres horas y hubo que dejar fuera bastantes cosas y comprimir otras, como por ejemplo refundir en una sola voz, la de Ruiz Alonso, a los tres cedistas que prendieron a Lorca. Es una opción discutible, le comenté, sobre todo porque uno de aquellos tres canallas, Juan Luis Trescastro, fue quien se jactó de su asesinato, de "haberle metido dos tiros en el culo por maricón". Rubianes opta por el personaje de Ruiz Alonso por lógica escénica, y porque cuenta con su testimonio pretendidamente exculpatorio, así como el del hijo del gobernador Valdés, y bien está que escuchemos esas versiones. De todos modos, yo echo a faltar dos cosas importantes en este docudrama. La primera, que, según todas las fuentes, la orden de fusilamiento vino de Queipo de Llano ("denle café, mucho café"). Y la segunda, que en un espectáculo llamado Lorca eran todos deberían decirse, también alto y claro, los nombres, apellidos y profesiones de sus compañeros de paredón: a Lorca le mataron junto a un maestro de escuela, Dióscoro Galindo, republicano, y dos banderilleros granadinos y anarquistas, Joaquín Arcollas y Francisco Galadí. Pero lo que cuenta, a la postre, es la sobriedad expositiva y el coraje de este debut escénico, que está abarrotando una de las tres salas del Capitol, justo encima de donde Rubianes monologa cada noche. Y la emoción, incuestionable, como la de aquella espectadora, una mujer mayor, que, en la butaca vecina, lloraba a chorros mordiéndose los labios de rabia. Lorca eran todos debería verse en todas las escuelas.

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