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Columna
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En aquel tiempo, Elías Canetti era un niño bisoño y algo insolente que gastaba sus tardes jugueteando en el patio de la casa familiar de Rutschuk, entre una higuera y un sendero de tierra por el que periódicamente procesionaban los mercachifles de raza gitana. Demasiado pequeño todavía para dedicarse a la lectura, la que sería su vocación, su liturgia y su credo, Elías observaba con curiosidad mal reprimida los cuadernos en que su prima Laurica improvisaba sus primeros ejercicios de caligrafía y aprendía las fábulas infantiles. El día en que Laurica le prohibió asomarse a aquellas páginas so pretexto de que la falta de edad le impediría comprenderlas, experimentó un arrebato de rabia que retrospectivamente, desde la distancia de la consagración y el Premio Nóbel, puede ser interpretada como soberbia trágica, pero que en la realidad se redujo a un ruidoso berrinche de niño malcriado. En el patio trasero había un hacha y un tocón, sobre el que un sirviente armenio partía la leña del día. A Elías no se le ocurrió mejor idea que empuñar aquella alarmante herramienta y perseguir a Laurica por toda la casa, para hacerle pagar su desaire. La bronca fue mayúscula; en sus memorias, el autor elude precisiones y anota sucintamente que hubo un castigo ejemplar, pero menciona de pasada que su abuelo, con el que compartía nombre y amor por las lenguas, había saltado de su sillón desaforado y se había lanzado sobre él con el bastón por delante. Es bastante probable que aquella noche el lomo de Elías junior se echase sobre el colchón con un par de recuerdos del bastón sobre la piel.

A lo largo de muchos de los capítulos de su instructiva autobiografía, Canetti regresa a este acontecimiento primigenio de su niñez, en el que le fue concedido el descubrimiento simultáneo de la muerte, la responsabilidad y el castigo. Alude una vez y otra a que la gravedad de la actitud de sus mayores hizo comprender enseguida a aquel niño mimado y obtuso que sus juegos habían rebasado una frontera prohibida al emplear aquel instrumento de destrucción, el hacha, como si se tratase de una inocente espada de palo: su obsesión por la muerte, su anhelo por superar esa baliza última donde se detienen todos los maratones, el hálito que anima su entera obra literaria, provienen del bastón. Quiero ahora ponerme en el lugar del abuelo: no puedo creer que la mano del anciano no temblara al abatirse sobre la espalda del niño, que no lamentase en algún momento de soledad haber lacerado aquella carne nueva. Rectificar el comportamiento de quien se equivoca cuando sabemos que se equivoca, en aras de su bien particular o del de la comunidad, constituye un imperativo enojoso que puede comprometer nuestros escrúpulos, pero no por ello menos obligatorio. Una juez de Sevilla ha desestimado la esterilización de una deficiente mental con una carencia intelectiva de hasta el 70% amparándose en la excusa de que la Junta, que solicitaba el trámite ante un caso de conducta hipersexual, "había elegido el camino más fácil". No: lo fácil es permitir que esta persona pise hasta el fondo el acelerador de sus instintos y acabe bocabajo en la cuneta, cargada con un embarazo que no sabrá remontar. Es probable que el cirujano llore en sus noches de insomnio por los brazos que ha amputado; pero a costa de ese insomnio muchos de sus pacientes pueden seguir durmiendo.

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