Arte y blasfemia
La disputa acerca de las caricaturas de Mahoma publicadas en varios diarios europeos (primero, en Dinamarca, como una broma; luego, en los otros lugares, como un desafío) ha creado una preocupante reacción de intolerancia en ciertos grupos musulmanes. La historia se repite: la fe, que se nos dice es un pilar incólume del creyente, parece temblar y conmoverse ante una mera creación artística, ante meros trazos, pinceladas o palabras, y temer, en nombre del Ser Supremo, un terrible mal humor divino.
Que un acto de crueldad o de violencia pueda enardecer al Creador del Universo o a su profeta, se entiende, puesto que a ningún autor le agrada ver su obra destruida o estropeada. Matar, torturar, humillar, abusar de otra criatura es, sin duda, un crimen ante los ojos de Dios, y supongo que los creyentes tienen amplia razón para ver en el mero hecho de que el Diluvio Universal no se repita todos los meses, una prueba de la inagotable misericordia divina. La supervivencia de seres como Pinochet, Bush y Bin Laden muestra que Dios tiene una paciencia ciertamente singular.
Pero imaginar al mismo tiempo que un dibujito, un chiste, un juego de palabras pueda ofender a Aquel para quien la eternidad es como un día, o a su elegido bendito entre todos los hombres, me parece la mayor de las blasfemias. A nosotros, débiles seres humanos, puede molestarnos que se burlen de nosotros: no así a un ser que imaginamos supremo, incólume y omnisciente. Borges sugirió que de los gustos literarios de Dios nada sabemos; es difícil concebir que para Alguien que todo lo conoce y cuya generosa estética le inspiró tanto el poema de la gacela como la pesada broma del hipopótamo, la literatura de cabecera no incluya algún volumen de Diderot, de Fernando Vallejo, de Salman Rushdie. Mahoma recomendaba la risa: "Mantengan el corazón liviano a todo instante, porque cuando el corazón se cansa, el alma se enceguece".
A los grandes iluminados, porque también fueron grandes inteligencias, no les ha faltado el sentido del humor. Cristo (en la versión latina al menos) se burló con un calambour del apóstol Pedro al decirle: "Te llamas Pedro (Petrus) y sobre esta piedra (petra) levantaré mi iglesia". Cuando el Buda tuvo que atravesar un gran desierto, los dioses, con la intención de protegerlo, le arrojaron desde sus varios cielos sombrillas para resguardarlo del sol. A fin de no desairar a ninguno, el Buda se multiplicó cortésmente y cada dios vio que un Buda marchaba sonriente bajo la sombrilla que le había enviado. Según la Midrash, le preguntaron a Moisés por qué Dios (que todo lo sabe) había preguntado "Adán, ¿dónde estás?" antes de presentarse ante él en el Jardín del Edén. Moisés respondió: "Así quiso Dios enseñarle al hombre las reglas de la cortesía, puesto que no se entra en casa ajena sin anunciarse primero". En el primer tomo del Al-Mustatraf se cuenta que un hombre pobre vino a ver a Mahoma y le pidió que lo hiciese montar en un camello. "Te haré montar en el crío de un camello", fue la respuesta. "¡Pero el crío de un camello no soportará mi peso!", se quejó el hombre. "Me has pedido un camello, ¿no sabes que todo camello es forzosamente crío de camello?", le contestó el Profeta.
La palabra "blasfemia" es de origen griego, y quiere decir "ofender a otra persona". En la mitología griega, la noción de blasfemia depende de la sensibilidad del dios blasfemado. Así, Atenea castiga a la joven Aracne convirtiéndola en araña, porque ésta se había ufanado de ser mejor tejedora que la diosa. Para la Iglesia Católica de la Edad Media, la noción de blasfemia se confunde con herejía, salvo que, con deliciosa lógica burocrática, musulmanes y judíos no podían ser acusados de herejía puesto que nunca se habían declarado creyentes. Se les podía, en cambio, acusar de injuriar a Dios o a sus santos, y no sólo con actos y palabras (decir, por ejemplo, que el azar, no Dios, rige nuestras vidas), sino también con el pensamiento, lo que se llamó "blasfemar con el corazón". Un edicto del año 538, del emperador Justiniano, decretó la pena de muerte para todo blasfemador, pero tal pena fue raramente puesta en práctica. En el mundo judeo-cristiano, la noción de blasfemia, jurídicamente, sigue válida aún hoy: en los Estados Unidos, por ejemplo, diversos grupos religiosos han logrado hacer retirar de las bibliotecas escolares libros que, a su parecer, injurian a su Dios. Es así como autores tan diversos como Roald Dahl, J. D. Salinger y J. K. Rowling se han visto incluidos entre los blasfemadores proscriptos Mark Twain y William Faulkner.
La célebre décima sutra del Corán (10:100) reza: "Ningún alma puede creer sin permiso de Dios". A principios del siglo VIII, el célebre teólogo Hasan Al-Basri entendió que esto significaba que "no podemos desear el bien sin que Dios lo desee por nosotros". Quienes son creyentes deben contentarse con la convicción de que han sido elegidos por gracia divina y no exigir de quienes Dios no ha elegido una devoción igual. Libre a los otros de burlarse: eso también (si somos consecuentes) se debe a la voluntad de Dios cuyas razones son inescrutables. Los creyentes dicen que su Dios les exige sacrificio y paciencia. Sin duda, prueba de ello es la existencia de unos pocos payasos, herederos de Voltaire, de Erasmo, de Rabelais, quienes, como quería Horacio, dicen decir la verdad riendo.
Alberto Manguel es autor de Una historia de la lectura.
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