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Columna
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Preguntas

Hay preguntas gratas, insolentes y necesarias. Preguntar la edad de alguien es inofensivo, pero preguntársela a quién la esconde resulta una impertinencia imperdonable. Levantar la mano en una clase demuestra interés y se agradece aunque no sirva de nada; pero una vez perdido en ciudad o carretera, la pregunta es necesaria, aunque resulte desagradable para la mayoría de los hombres no se sabe por qué.

Ni los mapas ni su interpretación son infalibles y los hombres prefieren aventurarse, aunque haya que deshacer lo rodado mil veces. Algo hay en la pregunta que les avergüenza, como si fuera un síntoma de fragilidad masculina. Mientras su pareja hace acopio de toda su paciencia impotente, a él le sube poco a poco el nivel de irritación hasta acabar con imprecaciones a los mapas y a las autoridades competentes. Al final consiguen llegar a su destino, claro, y si tuvieran que continuar al día siguiente volvería a ocurrir exactamente igual porque a ellos les gusta conducir y no tienen redención posible. En ciudades tan intrincadas como Sevilla la dificultad no depende de los nombres de las calles que pueden estar todas con nombre y apellido, sino en las vueltas y vueltas que hay que darle al mapa para orientarse en cualquier callejón del centro: ¿el río queda a la izquierda o a la derecha, arriba o abajo? Y como nosotros tampoco estamos muy seguros, les indicamos que tuerzan a la derecha tras la ferretería y vuelvan a preguntar más adelante.

Pero este fin de semana he encontrado a un sevillano excepcional al que le encanta preguntar con mapa o sin mapa, de los que no se fía. Si por casualidad dudaba porque no entendía el idioma de la respuesta llegaba al primer nombre indicado y volvía a preguntar incluso por encima de quién tenía a su lado. Como en cada ocasión provocaba hilaridad entre los demás, ocurrió lo que tenía que ocurrir, que un transeúnte le amenazó con un paraguas y él abrió la puerta para salir corriendo pero no pasó nada. Llegábamos a cada lugar despacio pero seguros. Es mucho mejor el exceso de relación con los lugareños que pasar de largo a toda velocidad y pagar tres veces el mismo peaje de la autopista. Además, quizá se tarde menos en llegar.

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