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FÓRMULA 1
Columna
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Schumi contra Schumi

Por ahí va Michael Schumacher cavando zanjas con la barbilla. Los imagineros de Ferrari le han entregado una daga roja con cuatro ruedas, y él, con sus ojeras de iguana y la cara grapada por las patas de gallo, repasa el calendario del Mundial, rehuye la mirada de Fernando Alonso y se pregunta qué queda del hombre que acabó con Damon Hill.

En estas horas bajas sabe muy bien que consiguió su leyenda en el canto del arcén, como los pistoleros más afamados de la partida de Maranello. Podrido de ambición, acosó a los mejores pilotos con un entusiasmo que rayaba en la crueldad: con los oídos atentos al bufido del motor, los ojos en la embocadura de la próxima curva y las zarpas clavadas en el volante, convirtió cada recta en una aventura y cada viraje en un desafío.

Aunque el azar nos ofreció algún duelo memorable con Ayrton Senna, nos privó de la rivalidad soñada. Cuando aquel brasileño de pulso británico y manos de salamandra nos dejó huérfanos en Ímola, nos pusimos de luto, le guardamos memoria, aprendimos el nuevo cuadro de aspirantes y volvimos la cabeza hacia el joven campeón Schumacher, heredero de Nicky Lauda y Jochen Rindt y emisario de la estirpe de grandes pilotos centroeuropeos. Pronto se nos reveló que, además de la impronta de todos los cazadores de llanura, su sangre germánica tenía un misterioso factor latino. Nacido para acelerar, el chico combinaba prodigiosamente el estilo y la furia.

Más que un compromiso mercantil, su llegada a Ferrari nos pareció así el cumplimiento de una profecía: sólo alguien como el podría domar el cavallino rampante, la última versión de la fiera escarlata que había cabalgado Juan Manuel Fangio. Estaba escrito que, desde su mausoleo de pentacampeón, el divino chueco lo citaría para el duelo definitivo.

Inmediatamente nos ofreció la más dura campaña de persecución que recordamos: no pudo superar a Damon Hill en el campeonato mundial de 1996, pero le arrancó las pegatinas del bólido, le fundió el sistema nervioso y lo dejó listo para el diván.

Luego, desde el año 2000, gobernó la recta de tribunas con la autoridad de un emperador. Según los expertos, su corazón latía medio segundo más despacio y el de su coche medio segundo más deprisa. Uno tras otro, sus cinco títulos consecutivos cayeron del reloj como manzanas de plomo.

Un día Fernando Alonso lo bajó del caballo.

Hoy, comido por las dudas, Schumi se sacude el polvo de los años y lucha contra sus dos nuevos enemigos. Uno se llama impaciencia y el otro temeridad.

En su mundo son los dos nombres del vértigo.

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