Tierra prometida, tierra quemada
La sociedad cambia de forma acelerada, sin que la política, y en concreto la urbanística, sea capaz no ya de ir por delante, sino de seguirla siquiera. Bajo capa del principio de que todo ciudadano tiene legítimo derecho a una vivienda digna, las ciudades siguen exventrándose y dispersándose en coronas sucesivas de edificaciones, sin llegar a satisfacer la demanda de aquellos que más la necesitan, porque muchas veces lo que se construye está fuera de su alcance.
El fenómeno no se limita al ámbito urbano. Extensas áreas de territorio virgen se colonizan con avanzadillas de edificación a campo traviesa, la costa se esculpe en hormigón y se crean nuevos paisajes de la noche a la mañana, injertándose al cordón umbilical de la inversión pública en asfalto, AVE, plantas desalinizadoras y vuelos baratos, o incluso al margen de una sensata previsión de servicios. Así, un sector especializado ha ido construyendo docenas de falansterios del tiempo libre donde las calles y plazas se numeran porque ya no quedan próceres para bautizarlas. Las aportaciones de la arquitectura contemporánea pasan inadvertidas entre la mimética repetición de urbanizaciones de aire folklórico o caribeño, más al gusto de una clase media consumista e hipermóvil, que añade al tradicional turismo hotelero o de alquiler la inversión en solarios privatizados con vista a nueve hoyos.
La tarea no atañe sólo a la Administración y a los sectores implicados, sino a la sociedad en su conjunto
Muchos ayuntamientos hasta ahora átonos se afanan por tramitar su planeamiento, se pertrechan con el vocabulario propicio: sostenibilidad, medio ambiente, rehabilitación..., participan activamente del mercado de suelo, aunque luego reclamen la contención del precio de la vivienda, y alientan un mestizaje de vecinos temporeros, tanto nacionales como extranjeros, con cuyos impuestos y tasas cuentan sanear sus deficientes haciendas. El éxito inmediato es tal que los regidores no paran mientes en la imposibilidad de asumir los costes energéticos, y el mantenimiento de calles, zonas verdes y servicios, ni un tema tan candente como es la seguridad, imposible de garantizar en los espacios poco frecuentados de estas neociudades.
Por su parte, unas administraciones autónomas provistas de una legislación minuciosa y en algunos casos ultraliberal, aprueban planes generales sin echar las debidas cuentas sobre este consumo masivo de suelo, agua y paisaje, cuyas consecuencias económicas a medio plazo todavía no se han calibrado. Un tercio del litoral mediterráneo está ya cementado y las expectativas se orientan ahora hacia el Atlántico; las previsiones de construir en la costa gallega medio millón de viviendas en diez años han hecho saltar las alarmas en el novel Gobierno bipartito. Esto es así, por lo que se ve, sin perjuicio del color político del municipio. ¿Dónde está, pues, el quid? La explicación ha de buscarse en una economía que, encandilada con lo que representan los sectores turístico e inmobiliario en el PIB, no repara en el preocupante nivel de endeudamiento alcanzado con las hipotecas prêt-à-porter, en la competencia ya real de los emergentes oasis turísticos vecinos, desde Croacia hasta Marruecos, ni en el creciente deterioro de amplias superficies de interés colectivo que tendrían que ser los otros I+D de nuestra prosperidad y cuya restitución requerirá gastos tan cuantiosos como los que aún se siguen costeando para reparar los desmanes de los años sesenta. Enlazando dos frases castellanas de común entendimiento, si la avaricia rompe el saco mataremos la gallina de los huevos de oro.
Combinar crecimiento, mercado, demandas sociales y cuidado del territorio es posible si, visto el problema en toda su complejidad y eludiendo planteamientos extremos, las formaciones políticas y las distintas organizaciones hacen la debida cuantificación y valoración del insostenible panorama que estamos montando. Valoración que podría, y me atrevo a decir debería, derivar hacia un acuerdo o pacto territorial que abarque las reformas legales necesarias para armonizar y vehicular los indisociables derechos y deberes inherentes al suelo, la vivienda y el medio ambiente, junto con un nuevo marco financiero y competencial de los ayuntamientos, para evitar que se vean tentados a resolver la precariedad de sus arcas mediante operaciones urbanísticas fuera de escala.
Pero la tarea principal corresponde a las comunidades autónomas. Si quieren contener la desmesura de los planes generales, es imprescindible dictar directrices territoriales que coordinen sobre el papel y en el tiempo las inversiones infraestructurales con el planeamiento de los municipios afectados, marquen los continuos de protección del paisaje y determinen el valor ambiental de cada suelo. Y los más urgentes son los Planes Directores del Sistema Costero que fijen las áreas a preservar, más allá de la franja mágica. Cataluña ha aprobado, en dos años, dos documentos de un interés urbanístico, económico, patrimonial, ambiental y pedagógico indiscutible.
La España autonómica no es sólo la de las definiciones terminológicas o la solidaridad entre regiones, sino también la de nuestra rica gama territorial de costa y de interior, amparada especialmente por la Constitución. La respuesta estriba en buscar el punto de equilibrio, y la tarea no atañe sólo a la Administración y a los sectores económicos implicados, sino también a cada uno de nosotros y a la sociedad en su conjunto, que ha de darse cuenta de que quienes buscan aquí el buen clima y el descanso no pueden pretender lo que las normas urbanísticas de sus países respectivos no toleran.
La tierra prometida de la democracia, la autonomía y la integración europea, que tanto han contribuido al indiscutible incremento de la calidad de vida, debe tener su expresión en la construcción de los espacios físicos que van a perdurar, de forma que nuestra generación transmita valores patrimoniales en vez de legar tierra quemada. Y esto no es un propósito buenista, sino que está en consonancia con todas y cada una de las estrategias territoriales de la Unión Europea.
Xerardo Estévez es arquitecto.
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