Volver a Granada
Aunque sólo he pasado en Granada los primeros 16 años de mi vida, siento que soy muy radicalmente granadino en la rara mezcla de despego y nostalgia que compone mi actitud hacia la ciudad". Así describía Francisco Ayala en sus memorias, en sus recuerdos y olvidos, la relación con su ciudad natal. Despego y nostalgia, una mezcla muy propia del escritor que está a punto de celebrar, y superar, las conmemoraciones de su centenario en vida. Vuelve a Granada para participar en el primer homenaje de los muchos que vendrán. Lo hace en compañía de su mujer, Carolyn Richmon, en un eterno retorno a esta ciudad que fue la de sus jardines de las delicias juveniles, sus paraísos perdidos infantiles, la del reencuentro con un pasado que apenas vive en sus recuerdos. Han pasado 100 años, casi nada es lo mismo. Además de su mujer, en esta festiva indagación sobre el granadino Ayala le acompañan escritores, ensayistas, amigos y su hija, la historiadora de arte, profesora y neoyorquina hace ya muchas décadas Nina Ayala. El escritor está contento, emocionado sin exageraciones. La gusta volver a recorrer algunos de sus fundamentales pasos por la vida. Flaco, sonriente, amable y poco sentimental, el escritor sigue disfrutando de sus comidas, charlas, ironías y algunas malignidades en compañía del poeta granadino, y responsable de las actividades del centenario, Luis García Montero. Tan diferentes, tan cómplices.
Ayala es de esas personas a las que los años les sientan bien. Tiene la elegancia en los huesos. Le alabamos una nueva chaqueta; le agrada, dice que está bien que hablemos de la chaqueta porque así no tenemos que hablar de su cuerpo. Como no le importaría que piropeáramos a su boina y se incomodaría si lo hacemos con su cabeza. La chaqueta, nos confiesa, ha sido un regalo de Reyes. De unos Reyes que le llegan, curiosamente, en plena temporada de rebajas. Una particular manera de demostrar su práctica y civilizada confesión republicana. Un republicano sin bandera. Un exiliado, un perdedor, que nunca enseña sus propias heridas. Su padre, un conservador, un hombre bueno y creyente, fue asesinado por ser el administrador del monasterio de las Huelgas del Gobierno republicano. Después fusilarían a un hermano. Una historia que no se olvida. Un dolor, un drama que nunca exhibe.
En una de sus casas familiares -un carmen del Albaicín, ahora convertido en convento- recuerda con precisión cómo miraba, inocente pero con mucha atención, los baños en las tardes de verano de aquellas populares chicas del servicio que cantaban coplas y se bañaban en la acequia. "Se bañaban vestidas, pero la ropa se pegaba al cuerpo". Se le alegran los ojos. Llegan los escritores, los poetas que participan en su homenaje. Ayala tiene que decir unas palabras: "Perdón por mis 100 años... Y el que no llegue, pues peor para él". ¿Cómo se llega a 100 años tan lúcido, tan despierto, tan curioso? Algo así le preguntó hace poco el escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald. Con cercana complicidad, el granadino centenario le responde al joven colega, casi octogenario: "Desde hace bastantes años sigo una dieta. Sólo ceno dos whiskys y una manzana. Lo de la manzana no lo cuentes, no es tan estricto". Cuando se le recuerdan esas civilizadas costumbres, Ayala tiende a decir que son leyendas. El poeta García Montero, que es su cómplice, asegura que todas las leyendas tienen su fondo de vaso.
Entre las actividades del centenario se recopilarán las que han sido las músicas de su vida. Recuerda Los cuatro muleros, cantada por las criadas de su casa mucho antes de que la armonizara García Lorca y quisiera ofrecérsela como novedad en un encuentro de los dos escritores granadinos en Madrid. Recuerda La bien pagá, cantada por Miguel de Molina en una especie de café cantante lleno de militares republicanos de la Valencia en guerra, en aquella curiosa capital de la República por la que se movían espías, comisarios, emisarios, matones y buenas gentes destinadas a perder una guerra. De esas músicas, de muchas más que recorren el siglo de Ayala, se está encargando otro granadino, Miguel Ríos. Metidos en músicas nos llega la noticia de la candidatura al Oscar de Alberto Iglesias. Otro motivo para no acostarnos pronto, para salir de casa, para festejar el talento de nuestro mejor músico de cine. También se alegrará John Berger. Brindis desde Granada por el talento de Iglesias, en una familia que sabe de talentos. ¿Por qué no le encargarán a Cristina Iglesias la reconversión de la cabeza de nuestros cinematográficos Goya?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.