Blas, blasfemia
Cruzo por delante de la mezquita vecina del tanatorio de la M-30 y del puente de Ventas e, inevitablemente, pienso en la noticia de que una veintena larga de países islámicos reclaman castigos contra los editores y autores de 12 viñetas satíricas sobre Mahoma publicadas en dos diarios nórdicos: el danés Jyllands-Posten y el noruego Magazinet. El islam prohíbe la representación de Alá y de su profeta Mahoma. Hay dos temas que hacen estallar polvorines en cualquier parte: la religión y las divinas etnias del Niño Jesús de Praga, hermano del Padre Jesús Nazareno, tan venerado en la parroquia madrileña de Jesús de Medinaceli, situada, casualmente, en la plaza de Jesús. Gastas una bromilla -y no digamos un sarcasmo- sobre la idiosincrasia de los catalanes tomándote un café en la calle de Toledo y, al instante, las huestes de Vich, de Girona y de las veinte o treinta provincias andaluzas, extremeñas y vascas se te vienen encima con todo el equipo. Por eso es mejor abstenerse de gastar bromillas sobre las etnias. Ya en la Grecia clásica, los atenienses, que eran más autóctonos que nadie, martirizaron con sus pullas al ateniense Antístenes porque su madre había nacido en la norteña Tracia y se llevaron de él la réplica más adecuada. El filósofo cínico les contestó que no tenían que jactarse de ser atenienses, dado que por eso en nada eran más nobles que los caracoles y los saltamontes que también habían nacido en Atenas. Este argumento de Antístenes reduce a polvo cualquier brote de chovinismo.
Respecto a la religión, ¿qué decir, dulce Afrodita desnudada por Armani? Las creencias religiosas son de la misma estirpe que las metáforas e imágenes que inventan los poetas y los novelistas. El verso de Góngora "la Aurora ayer me dio cuna" es de la misma estirpe conceptual que el texto "Cristo resucitó de entre los muertos". La diferencia de osadía poética entre los dos textos es simplemente de grado y, obviamente, el delirio de la imaginación es incomparablemente mayor en el segundo. Quienes amamos la poesía amamos y detestamos a los poetas según sean o no de nuestra cuerda. Pero, salvo excepciones, no solemos llegar a las manos ni llevamos a los tribunales a nuestros enemigos para que los encarcelen o, donde esté en vigor la pena de muerte, los ejecuten. Dejemos, pues, de lado a los fundamentalistas musulmanes, que ya sabemos qué humor gastan, y ciñámonos a la Iglesia católica -que, por fortuna, en estos tiempos más laicos ya no es tan peligrosa a efectos de condena-, porque a la inmensa mayoría de los españoles nos queda más cerca. ¿Qué hizo la Iglesia para proteger sus creencias? Se inventó el concepto de blasfemia -por cierto, perseguida por la ley en España hasta 1988- para aniquilar la crítica de sus mitos que ella declara verdades reveladas por Dios, aunque, claro, sin aportar pruebas. A quienes tienen esas creencias indemostrables, obviamente, hay que respetarlos al máximo. Pero ¿qué ocurre si alguien bromea sobre esas creencias indemostrables? Si la broma es suave, la Iglesia la califica de irreverencia, una falta menor. Pero si la broma es fuerte -es decir, sátira cruda-, la Iglesia la califica de blasfemia. Pero ¿existe realmente la blasfemia? Para el creyente, sin duda: su Iglesia se inventa ese concepto condenatorio y hostiga al disidente lo máximo posible. Pero ¿qué es la blasfemia para el agnóstico?: simplemente, un concepto terrorista que pretende la aniquilación de su persona por el simple hecho de criticar conceptos que sólo tienen existencia imaginaria.
Leamos en la calle de Felipe IV, donde tiene su sede la Real Academia Española, el artículo blasfemia de su Diccionario. Dice: "Palabra injuriosa contra Dios, la Virgen y los santos". Suena un poco a redactado por el arzobispado de Madrid. Se comprende bien que los creyentes se indignen por la sátira de sus creencias porque hieren su sensibilidad. Pero ¿han pensado alguna vez en lo que esas creencias suyas hieren la razón de quienes tienen una concepción racionalista del mundo? Pero es bien sabido: no pocos creyentes son como niños y adultos insensibles: perciben con extrema acuidad el dolor que ellos sienten, pero son incapaces de sentir el dolor que esas creencias suyas -que son auténticos delirios poéticos- les pueden causar a los agnósticos. Claro que hay una diferencia esencial entre unos y otros: los creyentes han recibido de Dios la gracia de la fe. Y los agnósticos, por muchos -y buenos- chistes que hagan, no tendrán nunca gracia.
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