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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'Paradis': el infierno de Carles Soldevila

Marcos Ordóñez

Uno. De haber nacido en Francia, Carles Soldevila (18921967) habría intercambiado su Eva con la de Chardonne, bañado su prosa "en alcool de monocle", a lo Morand, y estrenado cientos de comedias de boulevard. "Apóstol de la Barcelona moderna", según José María de Sagarra, fue un periodista culto y refinado; un novelista cuyo estilo era "limpio, translúcido, fresco, con minúsculas burbujas de gas y el excitante picor del ácido de un agua mineral acreditada"; un dramaturgo burgués y civilizado que quiso escribir, a la sombra de Wilde y de Shaw, para un imposible público civilizado y burgués. Su búsqueda de la claridad y la elegancia al servicio de la pièce bien faite, su constante negativa a la banalidad y la estridencia acabaron por chocar, sigo citando a Sagarra, "con una cierta atonía del público, una cierta depravación del gusto, una cierta depravación de la escena". Su mejor época no duró más de diez años, los que van de Civilizats, tanmateix (1921) a Valentina (1933): la guerra y la posguerra se encargaron de convertir esa quimera en un chiste negro, negrísimo. En los años cincuenta se recuperaron, no sin éxito, sus mejores piezas de juventud -Bola de neu, Els mil.lions del oncle, El tinent Mondor- pero el TNC, que ha exhumado a los autores catalanes más arqueológicos, no parece muy dispuesto a revisarlas.

A propósito del musical Paradis, de Carles Soldevila, en el Teatro Condal de Barcelona

Civilizats, tanmateix (algo así como "ante todo, civilizados") era un sutilísimo sketch que entusiasmó a Pirandello como habría entusiasmado a Lubitsch, una corrosiva apología del ménage à trois donde (Sagarra again) "la más inteligente y delicada ironía trastocaba los principios de la moral burguesa de una forma tan suave como imperceptible". Dicho de otra manera: nunca hay que perder los papeles, y menos en una isla desierta. Una singular maldición parece pesar sobre esta pieza, como si a Soldevila le hubiera salido cuatro veces el as de pic en una timba de lujo. Su traducción al francés en 1927 por Adolphe de Falgairolle en la revista Candide sólo sirvió (primer trastazo) para que veinte años después André Roussin se la plagiara, consiguiendo uno de sus mayores éxitos con La petite hutte. En 1957 (segundo trastazo), Mark Robson la destrozó cinematográficamente -The Little Hut- pese a contar con Ava Gardner, David Niven y Stewart Granger, y Soldevila siguió sin ver un duro por los derechos. El tercer trastazo tuvo lugar en 1992, cuando Francesc Nel.lo la dirigió en el Romea, en una versión que hubiera podido titularse Valentina, Locomotoro y el Capitán Tan en la Isla de los Cuernos.

Dos. Al pobre Soldevila aún le faltaba un nuevo clavo en su ataúd: el musical Paradis, que acaba de estrenarse en el Condal barcelonés, y que supone, a su vez, un descalabro por partida cuádruple: a) una oportunidad perdida (crear un musical de pequeño formato netamente catalán, en los antípodas del grandilocuente Mar i Cel, para entendernos); b) el abaratado libreto, firmado por un dramaturgo de la talla de Jordi Galcerán, aquí con Esteve Miralles como pareja artística; c) la insípida partitura de Albert Guinovart, y d) la puesta en escena sorprendentemente banal de un gran director de comedia, Josep Maria Mestres, todavía caliente en el recuerdo su magistral Matrimoni de Boston. A mi juicio, el problema básico de Paradis radica en una pérdida absoluta del tono original de la pieza: no se puede hinchar una burbuja de jabón (apenas 12 páginas en mi edición de la Selecta) con una bomba de mountain bike "para que tenga una duración comercial aceptable", como dicen sus autores en el programa de mano. El tándem Galcerán/Miralles no parece llamado para los senderos del musical: su anterior entrega, el hipertrófico Gaudí, también padecía el síndrome "ande o no ande, la burra grande", pero aquí la burbuja se desgarra por todas las costuras: diálogos banales, chocarrerías previsibles (que si los huevos, que si la butifarra), situaciones ultraplanas y, lo peor, unos personajes de alta comedia laminados por el peso de todos los clichés imaginables. Àngels Gonyalons, que nos había regalado un estimulante retorno a las tablas como la fotógrafa de Closer, convierte a la sofisticada Rosina en una cursi de almanaque (el vestuario de Nina Pavlowsky tampoco ayuda) sin destilar ni un átomo del erotismo requerible. Pep Anton Muñoz (Oriol, el marido) es un cómico excelente al que le han marcado un registro de farsa fácil absolutamente inadecuado, y lo mismo puede decirse de Xavi Mira (Eduard, el amante). Los autores se sacan de la manga un cuarto personaje, una especie de Puck femenino con plumas y maneras de vedette, encarnación del espíritu de la isla, con el que se pretende rendir un homenaje al Paralelo, confundiendo, una vez más, picardía con vulgaridad opulenta: Mercè Martínez, en un trabajo a caballo entre Alícia Tomàs y Lloll Beltrán, echa toda la carne en el asador, pero para "hacer pasarela" es imprescindible tener una gracia innata o una técnica muy bien aprendida. Tampoco contribuye a crear el clima necesario la tosca escenografía de Pep Durán, de quien hemos visto decorados muchísimo más imaginativos: da la impresión de que el presupuesto se agotó al llegar a ese negociado. Casi me olvidaba de la música, quizá porque es tristemente olvidable. Albert Guinovart ha extendido sobre los cantables (en los que a ratos destellan los únicos toques de ingenio de la función) una melaza que suena a todo y no suena a nada: vagos ecos de Porter, Sondheim y Webber, entre los que asoman tímidamente la nariz melodías inspiradas en los cuplés catalanes de principios de siglo. Cuesta de olvidar, en cambio, el presunto hit del espectáculo, una tonada taladrante digna de Gaby, Fofó y Miliki cuyo estribillo se limita a repetir Badí badá /badá badí /on podem estar /millor qu'aquí. Bien dice el refrán que el paraíso de unos es el infierno de otros: ni en sus peores pesadillas podía imaginar Carles Soldevila ese cuarto y fatal trastazo del destino para su miniatura.

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