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Columna
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El simulacro

Después de más de medio siglo de su puesta en funcionamiento, la Base Naval de Rota va a merecer los honores de un simulacro de evacuación. Así lo han dispuesto las autoridades militares norteamericanas ante la eventualidad de un ataque terrorista o de cualquier otro tipo de desastre sin especificar. Eso está bien, sobre todo porque nos recuerda a los aborígenes que vivimos al lado de un polvorín, lo que viene a ser tan emocionante como vivir en un pueblo levantado al pie de un volcán activo. Aquí no teníamos volcán, que a fin de cuentas es una fatalidad geológica, pero nos pusieron la Base, que es una fatalidad política, y el efecto psicológico viene a ser el mismo en ambos casos: una despreocupada conciencia de fragilidad. Un continuo bummm en el subconsciente. El hecho de que en la Base no se haya producido ningún desastre de relevancia a lo largo de estos cincuenta y tantos años permite una lectura optimista, pero también una interpretación pesimista, al menos con arreglo a la ley de Murphy, ya que el paso del tiempo actúa a favor de las catástrofes latentes. Además, hasta hace poco la posibilidad de un desastre dependía de causas fortuitas, pero hoy las causas pueden tener nombre y apellidos exóticos.

El principal problema de los simulacros es que son meras parodias de la realidad. Entre el simulacro y la realidad existe un espacio intermedio: la propia realidad. A fin de cuentas, siempre habrá una pequeña diferencia entre dormir con una muñeca hinchable que tenga la cara de nuestra actriz predilecta y dormir junto a nuestra actriz predilecta. Las Torres Gemelas, pongamos por caso, disponían de un concienzudo programa de evacuación y de un refinado sistema de extinción de incendios, pero la realidad se encargó de convertir todo aquello en inútil, en una burla macabra a la ingenuidad colectiva, en buena medida porque la realidad suele ser imprevisible, y no digamos cuando alguien se empeña en que sea más imprevisible de lo normal.

De todas formas, no cabe duda de que un simulacro de evacuación del personal civil y militar de la Base Naval de Rota podría tener un efecto sumamente beneficioso para la política exterior española si las autoridades locales aprovechasen esa coyuntura excepcional y tal vez irrepetible, porque no se pueden hacer simulacros todos los días, a riesgo de que la realidad se convierta en una rutinaria sucesión de simulacros. ¿Y de qué modo aprovechar esa coyuntura? Pues muy fácil: una vez evacuado todo el mundo, lo suyo sería poner a una pareja de guardias municipales a las puertas del recinto militar, con orden de no dejar entrar a nadie. "¿Dónde va usted?" Y un sargento de Ohio o un cabo de Dakota del Norte contestaría: "A mi cuartel". "¿A qué cuartel?" "Al de marines". "¿Qué uniforme es ese que lleva?" "El de suboficial del ejército de los Estados Unidos de América, señor". "Lo siento, amigo, pero usted debe de haber sido víctima de algún tipo de abducción extraterrestre, porque esto es Rota, un pueblo de la provincia de Cádiz, localidad cercana a Chipiona, al Puerto de Santa María, a Sanlúcar de Barrameda y a Jerez de la Frontera, famosa en todo el mundo por sus caldos". Y asunto resuelto: simulacro por simulacro.

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