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Columna
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El insulto como placer

Hay que admitirlo: el insulto está en el candelero, es lo más, como, en su época, lo fue una corbata de Hermès, un bolso de Prada o un reloj Rolex. Insultar, es decir, la acción de ofender, provocar o irritar con palabras o acciones a otros, empieza a ser ya un estilo, envolvente y pegajoso, capaz de simbolizar nuestro presente. ¿Que usted -catalán, español o todo a la vez- no insulta a nadie? Pues, oiga, ha de saber que se arriesga a ser tildado de antiguo y marginado: asqueroso progre, buenista ridículo, burgués vergonzante, sospechoso don nadie. ¿Que usted prefiere escurrir el bulto de esa realidad para que no le insulten? Se equivoca: nadie le va a librar de una buena paliza de lenguaje ofensivo. Del insulto ya no se escaquea nadie.

¡Ánimo, todo es acostumbrarse! Cuesta poco. Aunque se tengan orejas perezosas y delicadas, el insulto se abre paso con el vigor espectacular que exhiben las primeras vedettes al salir al escenario. Asistimos a una desinhibida marea de insultos que generan más insultos, de ofensas que hacen las delicias de los que las escupen y de quienes las devuelven. Disfruto ofendiéndote, provocándote, irritándote: ese es el truco. Un placer de dioses por lo visto. Insulto, luego existo. Un buen insulto abre paso a cualquiera: esta es la filosofía. Eso sí: siempre en aras del bien común y el buen ejemplo. ¿Verdad?

Ya saben: nada de dar la mano o decir buenos días. Esa rutina queda superada. ¿Sonreír, amar al prójimo, buscar la paz y el respeto? Menuda sosería: el insulto es la sal que convierte la vida en interesante y divertida. "¡Hola, cabrón!", se dijeron mutuamente a mi lado hace poco dos jóvenes: estaban felices, se lo aseguro. Las chicas, más precavidas, al encontrarse sólo exclamaron "¡coño, tía!". En la esquina siguiente, en pleno centro de Barcelona, la escena se repetía, una vez los muchachos desconectaron sus MP3: "¡Joder! ¡Joder!". Manifestaban su alegría, sin más.

En España, el lenguaje político y el mediático van hoy por delante de esas generaciones jóvenes que siempre han roto moldes poniendo en circulación palabras que, hace mucho, se llamaron soeces. Ahora los jóvenes utilizan un lenguaje angélico si lo comparamos con el de próceres, opinión makers y gente de responsabilidad pública. Los jóvenes siempre han sido malhablados: es un problema de afirmación de identidad. Pura inmadurez.

La adolescencia es una época difícil, inestable, salen granos, las hormonas se alteran, afloran las contradicciones, la desorientación es norma y se desconoce el valor de las palabras. Aun así se les criminaliza, se les acusa de incívicos y de maleducados. ¿Será porque adultos relevantes han descubierto el placer del insulto para afirmarse a sí mismos? ¿Es que encuentran en el insulto un elixir de juventud? ¿No es fascinante ver como señores con toda la barba se tachan mutuamente de cobardes, golpistas, bobos, irresponsables, terroristas, demagogos, fascistas, racistas, o cosas peores y encima presumen de su sentido del humor y capacidad moral? Ejemplar mutación.

Imágenes recientes en televisión -Ángel Acebes y Mariano Rajoy a la cabeza, pero también militares, jueces, funcionarios, políticos diversos con afán de protagonismo- ponen ante nuestros ojos y oídos el culto a la palabra que ofende. Se insulta a rivales, a personas con ideas distintas a las propias, pero también a colectivos, instituciones y pueblos enteros. No hay informativo que se precie sin su dosis. El insulto se convierte en la forma de relación política y social de referencia. Sucede lo mismo, en no pocos programas de entretenimiento: Gran Hermano se lleva la palma, llanto y crujir de dientes. En el fútbol se escupen. Y todo esto es la vida real, no una película. ¡Un gran nivel! Número uno en el podio planetario de la basura. Un ejemplo de cómo vivir sin complejos en la estulticia.

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